José Barroeta

Todos han muerto

Presentación de Eugenio Montejo


 

Paul Gauguin: Dos jóvenes tahitianas (Los senos de las flores rojas)

 


Todos han muerto. 1971-2006 (Barcelona, Candaya, 2006) recoge la obra poética completa (incluido el inédito y esperado Elegías y olvidos) de José Barroeta, una de las voces más profundas y turbadoras de la poesía hispanoamericana contemporánea. En Venezuela, la crítica literaria coincide en considerar la publicación de este libro, tercera obra poética completa de un autor venezolano que se publica en España, como “el acontecimiento literario del año”.

Eugenio Montejo, en la presentación del libro dice: “En la poesía de José Barroeta se percibe la presencia de algunos versos dados, de esos infrecuentes versos que parecen imponérsele a un poeta de modo autónomo y con pleno adueñamiento de su voz. Los versos dados, cuando realmente aparecen en la página, guían al conjunto de la composición y en cierta forma la ordenan, pues son éstos los que aportan las respuestas antes de que las preguntas lleguen a formularse. Marina Tsvietáieva va aún más lejos al afirmar que “uno de los indicios de la falsa poesía es la ausencia de versos dados”.

Y Víctor Bravo en el prólogo: “La poesía de Barroeta se expande en una sucesión de correspondencias que sorprende al lector verso a verso y que hace del poeta, en la mejor tradición de Rimbaud, un iluminado. Lezama Lima decía que el nacido dentro de la poesía siente el peso de lo irreal y que la poesía sustantiva lo invisible. El poeta José Barroeta, ya en sus primeras obras, pero de manera deslumbrante en Elegías y olvidos, su último poemario, se asume como la voz poética de los ausentes. Desde el vacío del vivir, desde la pérdida implacable de lo amado, desde el desgarramiento silencioso de las horas que pasan, el poeta nos enseña que la única promesa de felicidad, que el único lugar para sustantivar lo ausente, es la plenitud del poema”.

José Barroeta murió el pasado 6 de junio, cuatro días antes de la publicación de este libro. Como ejemplo de los homenajes que ha recibido, destacamos que El Nacional le dedicó íntegramente su suplemento literario, hecho que no ocurría desde la muerte del novelista Miguel Otero Silva, fundador del diario.

Fuente: Editorial Candaya


 

JOSÉ BARROETA EN TRES POEMAS

Eugenio Montejo

 

I.

A principios de los años sesenta, el poeta ecuatoriano César Dávila Andrade me ponderaba cierta tarde un poema recién publicado por José Barroeta en uno de los suplementos literarios caraqueños de aquel tiempo. Se trataba de “Todos han muerto”, el poema que luego daría título al primer libro de Barroeta. Perspicaz y generoso, Dávila Andrade supo advertir los dones verbales del joven poeta y recalcaba el valor promisorio de aquellos versos. Al releer ahora el poema bajo la evocación del comentario, pienso que en sus palabras se concreta una especie de carta de presentación bastante precisa de la poesía de Barroeta. Una carta que se vale ante todo de su tono para ganarse el recuerdo del lector, pues se trata de una voz que habla con cordial naturalidad, sin condescender con la garrulería que cierto exteriorismo poético mal asimilado había puesto en boga entonces con sus previsibles resultados. Leamos el inicio:

Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me consolaba
y estaba segura, como yo,
de que habían muerto todos.

El poema tiene por motivo una visita a la aldea nativa del poeta, uno de esos viajes que suponen un mítico regreso a la fuente primigenia. Tales viajes pueden cumplirse al poco tiempo de habernos ausentado o al cabo de una vida; poco importa la fecha en que ocurran pues están regidos por unas horas más bien intemporales. ¿Qué busca la memoria que regresa? ¿Abrevar de nuevo en el manantial del origen, o bien trazar un saldo de cuanto ha retenido el espíritu? Los portugueses han creado una de las más hermosas palabras para definir la añoranza que nos ata a los lugares de nuestra querencia. Pocos términos alcanzan la hondura definitoria de la palabra saudade. Así mismo, suelen definir coloquialmente el ansiado retorno de cada hombre a su Ítaca como el deseo de “matar saudades”, de apagar de algún modo las llamas de la nostalgia y saldar cuentas con el sentimiento del apego.

Si nos atenemos al poema que comentamos, esta vez la expectativa del regreso sólo consigue constatar que muchas de las presencias más entrañables se han ido para siempre, de modo que la geografía sentimental, la única que cuenta en definitiva, con las mudanzas del tiempo se va restringiendo a la memoria.

Al comienzo me pareció duro entender
que mi abuela no trae canastos de higo
y se aburre debajo del mármol.

El fino dominio del sentimiento guía también su prosodia. Las palabras nacen de un acento natural, sin que el oficio y la técnica se impongan de modo ostensible. En el centro de esta lírica remembranza se encuentra la figura de Eglé, especie de Mnemosine cuya presencia parece que intentara en vano unir lo fugaz con lo permanente. Es ella, en todo caso, la destinataria de las líneas que cierran el poema:

No sé si Eglé siguió la tradición de morir
o aún espera.

El poema reúne en su brevedad varios de los elementos que se volverán definitorios de la poesía de Barroeta: la presencia de la muerte, la mención de la familia, en cuyo ámbito se sitúan muchos otros momentos de su poesía, así como la recreación constante de su comarca como centro de sus visiones. Un poeta lárico, para decirlo con el término inventado por Jorge Tellier, al referirse a los creadores devotos de la tierra y de sus lares.

Creo ahora que lo que Dávila Andrade había percibido en su lectura del poema era la presencia en éste de algunos versos dados, de esos infrecuentes versos que parecen imponérsele a un poeta de modo autónomo y con pleno adueñamiento de su voz. Recordemos que al hablar de su propia poesía, la rusa Marina Tsvietáieva afirmaba que de cien versos suyos, a lo sumo diez podrían considerarse en verdad versos dados, mientras que los otros son “los que ceden como una fortaleza”, lo que se logran gracias al trabajo y la perseverancia. Los primeros, en cambio, cuando realmente aparecen en la página, guían al conjunto de la composición y en cierta forma la ordenan, pues son éstos los que aportan las respuestas antes de que las preguntas lleguen a formularse. Marina Tsvietáieva va aún más lejos en otro comentario sobre el tema, al afirmar que “uno de los indicios de la falsa poesía es la ausencia de versos dados”.

 

II.

El segundo poema de esta corta trinidad a que deseo referirme es “Amapola”, un breve texto lírico escrito como el solo de una cantata, cuyas palabras obedecen, más que al sentido de su propio significado, al que les comunica la música que las enhebra.

Cuando me encuentre con el sucio otoño y el paño primaveral.
Cuando estés tú desnuda sobre los cráneos que amaron
y los fervientes estemos muertos,
y las hojas sean mías sobre esa colina. Oh, amapola.

La escritura del poema muestra una clara afinidad con los procedimientos del surrealismo, y en especial con las derivaciones específicas que el citado movimiento llegó a tener en Hispanoamérica. No es éste el espacio para comentar la fervorosa proyección que los postulados de André Bretón y los suyos conquistaron en nuestro continente, una proyección sólo comparable en intensidad y alcance con la obtenida varias décadas antes por el Modernismo. La ferviente creación de grupos y revistas en las principales capitales del idioma ponía de manifiesto una significativa relación con las proposiciones del movimiento, como si en su identificación de vida y poesía y en las libertades que propiciaba, se identificara algo similar al romanticismo que entre nosotros no alcanzó la proyección cumplida en otros idiomas. Distinta, como se sabe, fue la situación de los países de lengua alemana e inglesa, y por supuesto bastante diferente la recepción del surrealismo en sus ámbitos literarios. Por su parte, entre una y otra ironía, Borges solía recomendar como más fértil el movimiento expresionista. Pero volvamos al poema.

Tal vez los lectores más predispuestos a intimar con estos versos sean los que de niño llegaron a ver, a fines de los años cuarenta, el filme en que la hermosa actriz Diana Durban canta la famosa canción Amapola. En verdad, no hace falta el filme para apreciar el poema ni es probable que su autor lo tuviese en mientes al escribir sus versos. Si lo traigo a colación es por la primacía musical que recorre su escritura. En una escritura tan inclinada a la memoria -y bien sabemos por el famoso libro de Paul Celan, que la amapola es una flor asociada a la memoria poética-, no encontramos en estos versos la evocación de ningún recuerdo, al menos de modo manifiesto, aunque las sugestiones escritas en futuro parezcan acercarse al recuerdo por la vía de las predicciones.

Al mencionar el surrealismo, reparamos en el culto de la imagen dislocada, cuya eficacia arraiga con frecuencia en lo sorprendente e imprevisible, un rasgo notorio en otros libros de Barroeta. Hay que añadir, sin embargo, que el poeta no se abona a la práctica estereotipada de las fórmulas poéticas del movimiento, las mismas que terminaron por instaurar una retórica tan manida como la que en principio se deseó superar; tampoco elige para sí la oscuridad deliberada de intención críptica. Su tentativa propende más bien a apoyarse en el ritmo, sin otra medida versal definida que la que la frase lírica le demande en el momento:

Cuando mi alma atraviese la Estigia
y mi memoria teja ruidos en el vacío.
Cuando tú y yo amapola
conozcamos a Vivaldi y a Enrique Ibsen
y yo duerma sobre ti  y tú sobre mí.  Oh amapola,
oh dulce y bella flor mía.

La invocación de la muerte, en este caso plenamente confundida con la imagen del amor, obra como un espejo llamado a recuperar los seres y cosas para siempre perdidos, un espejo cuya luz enigmática construye el tiempo del poema, ese futuro que parece ya haber ocurrido. “La poesía -escribió Blas Coll en un apunte- no es verdad ni mentira, sino lo que diga su ritmo”. En el texto lírico que comentamos todo resulta dibujado como el aria de una cantata que durante cierto instante sostiene su verdad expresiva. Más allá de que retengamos sus palabras, lo que la página nos llama a recalcar es el acoplamiento entre la voz y la música del poema, puesto que la una da origen a la otra.

 

III.

El tercer poema que traigo ahora a colación es “Una rusa”, una página lírica en que el don imaginativo, la verdad del recuerdo y el ritmo empleado son garantes de un desafío distinto. El nombre de la rusa, el mismo que reitera el poema con cierto efecto deliberado, es Tania Voroshilov. En el poema se menciona a Lenin, a su partido, y a la ciudad del Neva, la misma que entonces llevaba el nombre “del gran jefe”. Y si en los actuales días, luego del derrumbe del leninismo y de su cruel mitología, el poema puede ser leído sin recriminaciones es porque está lejos de ser un mero propósito de arte cartelario, una de esas composiciones prohijadas por el llamado arte comprometido.

Tania Voroshilov 
es la rusa de quien hablo soñando.

La religión partidista custodiada por los fieles comisarios, resulta aquí sustituida por la religión del amor y del deseo. Gracias a la autenticidad de su tono, el poeta consigue sortear los escollos políticos del tema, y se adentra en el sueño, en esa zona onírica que Góngora acertadamente llama “su teatro de representaciones”, cuyos dominios han sido desde siempre más cercanos a la poesía:

Todo el cuerpo de Tania Voroshilov lo he conseguido
soñando.
Al apagar la luz de mi cuarto ya la tengo
cerca de mí, en Leningrado. Y en las aceras de la ciudad
que lleva el nombre del gran jefe,
Tania Voroshilov baila desnuda. Me entrega su iluminado sexo
en forma de alcohol.

No es posible, al proponerse hoy su relectura, dejar de pensar en cuanto después nos ha sido revelado sobre la ciudad de Joseph Brodsky, la ciudad elegida por Ana Ajmátova, la del terrible cerco durante la guerra. Sin embargo, el poema no ha sido escrito en defensa de un credo militante ni se vale de la máscara del ascetismo revolucionario, tan caro a los totalitarismos. De haberle correspondido alguna revisión, tal vez no hubiese superado la censura de los escribas del partido. La última parte, donde se encuentra el nudo sentimental del poema, contiene también una imagen desacralizada de Lenin, más propia de nuestro tiempo que de los años en que el poema fue escrito.

Tania Voroshilov es como el nombre de mis lecturas
de los quince años. Allá en la mesa de aldea que humedece 
la lluvia,
la  foto del camarada Lenin se confundió entre libros
y yo esquié sobre su helada y calva cabeza, siempre tomado 
de la mano de Tania Voroshilov.

La aldea a lo lejos, en cuyas lluviosas memorias se repasan las lecturas de la adolescencia, los álbumes y las tempranas ilusiones partidistas, junto a la fotografía de Lenin con “su helada y calva cabeza” quizá fijada en algún muro. Y más allá, por entre las serranías de los caminos, la soñada nieve de San Petersburgo, donde vive Tania, la Elena de sexo iluminado en forma de alcohol, que aparece en el sueño. No hay aquí, pues, ninguna intención de compromiso partidista, como tampoco de mofa deliberada, por más que la imagen de la pareja de esquiadores se valga del humor surrealista y haga valer su atrevimiento.

 

IV.

Estos tres poemas pertenecen al primer libro de José Barroeta, el joven alto y delgado, de afectividad contagiosa, que llegó un día de su aldea de montaña y participó en una lectura junto a Pablo Neruda a los 17 años; el muchacho de ojos verdes y cierto desafío en la mirada que hacía recordar la fotografía del joven Arthur Rimbaud al salir de Charleville. Las tres composiciones están impregnadas, qué duda cabe, del aire de aquella época, el comienzo de los años sesenta, un tiempo de ebriedad espiritual y sorprendentes cambios de costumbres que nos escoltaron los años de la juventud. Al comentar su relectura he resaltado el apoyo rítmico de la frase lírica, el principio musical que intuitivamente ha conducido la escritura de estos poemas. Y me doy cuenta ahora de que, en cierta forma, esta presentación ternaria a su modo procura reproducir las partes de un concierto, con su andante grave al inicio, el adagio de la amapola y el vivaz allegro que cierra la página con sus rápidos compases a la rusa entre la nieve de San Petersburgo.

Abril de 2006.

 


Todos han muerto, 1971



Presencias

He murmurado.
De tarde escribo
y escucho que mis hermanos hablan en la terraza.

Mi hija agarra los papeles, los dobla, los desdobla
y sale corriendo.

La tía vieja fuma mi cigarrillo,
mira lo que yo escribo, sale y tira la puerta.

Mi hija me hala del brazo y echa a correr;
en sus manos lleva un libro de Kant.

Mi padre lee en el salón y no me molesta.

Mis hermanos se han cansado del viento de la tarde,
entran a mi cuarto, toman asiento en la cama de un primo
que enciende sol de madrugada y comienza a reír.

De tarde cuando escribo, murmuro.


Una rusa A Luis Camilo Guevara y Víctor Valera Mora Tania Voroshilov es la rusa a quien hablo soñando. El oso de sus pies me seduce y vuélvese nieve todo el amor. Todo ha sido soñar y recorrer con ella la estepa, todo ha sido echarme en las flautas de su cabeza. Todo el cuerpo de Tania Voroshilov lo he conseguido soñando. Al apagar la luz de mi cuarto ya la tengo, cerca de mí, en Leningrado. Y en las aceras de la ciudad que lleva el nombre del gran jefe, Tania Voroshilov baila desnuda. Me entrega su iluminado sexo en forma de alcohol. Tania Voroshilov es como el nombre de mis lecturas de los quince años. Allá en la mesa de aldea que humedece la lluvia, la foto del camarada Lenin se confundió entre libros y yo esquié sobre su helada y calva cabeza, siempre tomado de la mano de Tania Voroshilov.
Testimonio IV De nada vale iniciarse. Sobre los árboles golpea el viento. Recuerdo: siendo aún muy niño, me llevaban a los campos a recolectar flores, flores blancas abiertas en la colina. Mi aldea era pobre. Sus viejas casas y un molino donde jugaba vibran. Lejano soy el dueño de la hierba donde me escondía. VIII Detrás en la montaña, está la roca pálida. Desde sus bordes mi padre me enseñó a mirar. A sus pies yacen enterrados algunos de mis antepasados. En verano se torna gris. Un gris pálido, imposible de reconstruir.
Complicidad Es mejor destruir el pasado que no quede imagen que no haya siluetas y seamos tú o yo fuera de todo círculo. Que exista sólo una maniobra una razón que nos parta una multitud que nos reproche sin sabernos los escogidos. Que la pasión se borre girando y no sepa de su derrota. Que no exista una queja o una bóveda acallando tu cuerpo.
Todos han muerto Todos han muerto. La última vez que visité el pueblo Eglé me consolaba y estaba segura, como yo, de que habían muerto todos. Me acostumbré a la idea de saberlos callados bajo la tierra. Al comienzo me pareció duro entender que mi abuela no trae canastos de higo y se aburre debajo del mármol. En el invierno me tocaba visitar con los demás muchachos el bosque ruinoso, sacar pequeños peces del río y tomar, escuchando, un buen trago. No recuerdo con exactitud cuándo empezaron a morir. Asistía a las ceremonias y me gustaba colocar flores en la tierra recién removida. Todos han muerto. La última vez que visité el pueblo Eglé me esperaba dijo que tenía ojeras de abandonado y le sonreí con la beatitud de quien asiste a un pueblo donde la muerte va llevándose todo. Hace ya mucho tiempo que no voy al poblado. No sé si Eglé siguió la tradición de morir o aún espera.

Cartas a una extraÑa, 1972


 

II

Estamos en 1930. Unidos por el ruido de un viento final descubro en el asombro la muerte que te pertenece. Pero eres una cosa pequeña, un nervio que apenas pesa en manos de la madre. Estamos en 1930 y la mar golpea fuerte el paisaje de estaño. Un pájaro marino pasa cerca de ti, un demonio que habrá de señalarte los esplendores que no podrás alcanzar.

Luego la infancia; perseguir y no tocar jamás la cripta imaginaria que dentro del mar seduce el corazón; comprender que llegada la edad de los hechos memorables estamos irremediablemente perdidos. Inicia entonces el espíritu la gran aventura, fatalmente el mundo nos alimenta de miedo y de pura poesía comenzamos a vivir.

 

IV

Me pregunto si en realidad la historia de los viajes, de eso que mis padres llaman fugas turbulentas con N, es también la historia de mi podredumbre. Tan miserable como he sido para con mis oficios, lo único cierto que quedaba de mí dentro de tanta convención a la que me he sometido era lo de viajar. Vagar contigo a lo ancho de este presuroso país y recordar los puntos de mi poesía y mi paisaje. Vagar contigo era como dormir en los celajes de una imaginación donde la muerte había dejado sus mejores ráfagas. Era aborrecer la multitud, aborrecer todo cuanto me impedía sentarme a la sombra de mi cadáver y acusar desde allí el origen de una enfermedad, el alcohol, que desde la adolescencia se aposentó en mí en forma sagrada. Una enfermedad que tú destestas cuando sobrepasa el extremo y que yo admiro porque es la derrota del cuerpo, la fiebre del espíritu, la devoción a la muerte, la casa de la infancia hecha polvo bajo nuestros pies.

        Viajar y retornar al pulcro fuego de la noche.

        Viajar y comprender que la tierra y el cielo nos están prohibidos.

        Vagar para que sea yo quien decida mi propio apocalipsis mirándote bajo el silencio que adivine a la memoria del viajero que se sabe desposeído de la tierra.

 

VI

Escucha, recuerda la profecía: Mira tu país, quémalo, arrásalo como sólo tú sabes hacerlo. Pon tus ojos a la disposición de la muerte; no olvides que la herida es lo único real. No olvides mis palabras que por ti se marchan del mundo de los desmesurados, del territorio de los grandes hacedores del fuego y que retornarán envanecidas y desgastadas por la molicie. Escucha siempre el ruido que dejó mi locura sobre las calles; atiende a esos silbos que brotaban de un hombre cuyo espíritu había crecido a punto de volcán.

Vive de forma que los muertos de infancia te sobrecojan. Vive, pero mira tu país, quémalo, arrásalo con los ojos.

 


Arte de anochecer, 1975



Montes de leche
            
En los senos de mi hermana
hay bosques presentes.
En sus senos viven los conejos,
junio,
abril,
y marzo
           y la
melancolía de morir.
En sus senos hay agua, 
fiestas,
bautismos,
palomas torcaces
y actos de fe en desorden.
Una mentira podría morir en los senos
de mi hermana en junio
porque ellos tienen a abril y a marzo
para conjurarla
y abren tantas cosas a la vida
que son verdad 
en la melancolía de morir.
En sus senos hay agua,
fiestas,
bautismos,
palomas torcaces
y pájaros pintados sobre mi cabeza.
Hay almohadas en ellos,
ovarios y peligros de octubre
que se mueven como las hojas
y crisis de infancia destruidas
en mí.
Hay bosques de alcohol de monte a monte
y una gran fiesta siempre,
actos de fe en desorden
y la melancolía de morir.


Un loco A Oswaldo Barreto y José García Quintero Cuando el loco Pernía se vino caminando desde Cabimas hasta el pueblo -trescientos son los kilómetros que separaan un punto de otro-, halló las aguas del Moratán crecidas. Miró un inmenso árbol que arrancado de cuajo por la tempestad del día daba sus hojas muertas al paisaje del mundo, y dijo: “este árbol es el espíritu vegetal de la mujer que no he tenido nunca”, y con el goce de quien encuentra no formas sino sentidos en la cruz, se lo echó a cuestas y solito lo llevó hasta el pueblo. Y luego de sembrarlo en la casa de una de sus hermanas que lo amaba por loco, se marchó volando con él, entre las hojas.
Arte de anochecer Hay un arte de anochecer. De la entrada del cuerpo al alma, de la niebla a la redondez y del círculo al cielo; hay un arte de luz, un campo donde anochecer es mirar la vida con el cuerpo cerrado. Hay un arte de anochecer, un descenso en la entrada del día a la completa oscuridad. Un intermedio donde es necesario recibir y saber todo sin estremecimiento. Hay un arte, un paisaje a veces amable, a veces torvo, donde ascenso y descenso son accesorios de la materia limpia. Hay un arte de anochecer. Quien haya vivido o soñado con bosques, luces y demonios, lo sabe.
Campos de naipe y de conejos A Teresa Bienvenida a mi boca al astro de mi paladar pequeña y grande abeja. Conocida en pleno verano, cuando lejos de mis amigos huía a cádiz en busca de cristóbal colón, mi gran hermano del agua y del viento antiguos que se aposentaban en mi carne como un millar de carabelas recién disparadas a la tierra de gracia por las nubes. Bienvenida, bienvenida mía, a esa tierra prohibida durante siglos por los teólogos, pero que mantuvo el reflujo del cielo doméstico en mis ojos mientras mi padre y mi madre hacían el amor en un lecho de rosas. Bievenida como los cometas que salen del paraíso, que bajan como tú alzando las manos semejantes al pavo real que custodia la ruina delirante del santo de asís en la niebla de oviedo. Semejante tú al vuelo del pájaro que asedia la atmósfera, a la heridas rojas de mi país en el amanecer. Bienvenida abeja al cáliz del granado que cultivo para ninguna guerra. Bienvenida a este mi país, mi casa, mi día de ayer y de hoy. Bienvenida al fluir de los ríos, al arca de noé, al vientre de mis hijas, al poema de las praderas rojas, a la luz de la biblia, a los campos de naipes y conejos. Bienvenida porque soy un delirante que ando vestido de boscajes. Bienvenida porque el día de verano deja olor a sirenas, a pastos de luna de málaga. Yo soy el cofre: me llaman el hijo de la copa de huesos de la pandilla de lautréamont.

Fuerza del dÍa, 1985


Regiones Útiles Llevo piedra, Fuego sin agua en la cabeza. Me asusto de ser bello en el aire. Es muy difícil que otros conquisten la hoja de páramo que para el amor tengo en la mano, la culpa oscura de beber y comenzar la muerte. Adiós paraíso de cólera. Tengo dos días en esta aldea sin caballos montando la guerra a pedradas con el universo. Aquí no hay dios, sólo una verdad prometida, un paisaje, un tener que aprender a ordenar las útiles regiones.
Costumbre occidental Debes comenzar por donde te enseñaron. Lo recomedable es que no pierdas nunca el sistema de horario: comer cada tres o cuatro horas dejarte bañar por otras o por tus propias manos una si es posible dos veces al día. No descuides tu horario en el momento de crecer fíjate que hay relojes carteles caras que anunciarán tu llegada e impedirán el extravío. En el intermedio de las horas puedes si la vida te ha dotado de ello desayunar almorzar cenar detener tu cuerpo y otros en la cama y debes si te gusta mirar de vez en cuando los pájaros y las nubes si te queda tiempo. No olvides ser formal: en dos minutos la camisa, en dos el pantalón, en dos los zapatos y los calcetines; en cuatro minutos has debido disponer de maneras para la corbata, la ropa íntima y los requerimientos de la cara. Tienes pues diez minutos para hacerlo todo: para enfermarte, llorar, reír y hacer con un poco sin deseo el amor. Con tales atavíos llegarás a la urna, a la dolorosa trampa del día y trabajarás contando el tiempo y contarás tiempos, objetos noches mujeres que te amaron un día decenas de huevos kilos de carne ahorros piedras recogidas a la orilla del mar y abordarás el cielo solo porque la muerte de tanto contar te ha abandonado y te colocará lo blanco y lo negro de la vida en los ojos.
Memorias ¿Hemos ganado o perdido formas en la rosa? ¿Somos la vida o el amor? ¿Somos el que vino, la despedida o el que llega? Responde tú sensitiva de todas las épocas. Tú que conoces la separación de las aguas, el origen del uso del fuego, de la domesticidad, de la escritura, responde. Tú que sabes a qué olían los hombres del mediterráneo, de los mares del norte del sur, del este y del oeste, tú que sabes del calor del medioevo, que conoces la historia del renacimiento la guillotina el incosciente la revolución de octubre tu país mi país y la era espacial responde y dime si he perdido aquellos árboles, aquella piel de susto escondido que nunca llegará a metáfora.
Medioevo Los iluminados tienen agua en la nuca, viven con tanta luna que no saben amanecer sino en los patios, recogiendo latas, pollos, huevos de candela. Traspasan conchas de cielo y conchas de albedrío, hierven como puentes levadizos soñando con medioevos, con guerras, túnicas, con artillerías que llevan los pies al ostral donde nos cogíamos de la mano y nos mirábamos los cuerpos resplandecientes. Los iluminados reposan sin edad, abstraídos hacia la lengua de los hierros, desposeídos y sin alba.
Fuerza del dÍa A María Teresa y Mariana Volar sobre los cerros, escarbar, comer tierra. Ser la atmósfera que estaba cuando aún los muertos no habíamos pensado en llegar a la altura de los deseos que nos sepultan. Abordar la mirada del cielo con la plenitud de que estamos cayendo en el tesoro, silenciosos, sin que la fuente de la sangre perturbe, invulnerables por la fuerza del día. Quedarnos fijos, ingrávidos entre lo que nos llama y todavía no hemos ganado o entre lo que hemos perdido y nos llamará hasta que seamos sin luz, airosos y totales. Soltar los ojos, que vayan por allí a saludarnos a buscar la alegría, lo que dejamos de hacer mientras esperamos el resplandor.

Culpas del juglar, 1996


CÓdigos PRIMERO y este recuerdo es de la infancia yo era un poeta de la luz. Pasaba las horas mirando una copa de árbol, un río, un rostro, una calle y sentía el placer imborrable de quien sueña con un hombre y una mujer y amanece en la vida. Toda mirada era un festejo de sol, de estar de abismo iluminado. Veía extraños colores, escuchaba ruidos celestes tocaba formas que estaban fuera de toda realidad. Estas sensaciones las atribuía a Dios y a la luz. La poesía como razón o como signo estaba lejos y vivía el júbilo de una edad que separaba de la muerte. La oscuridad, los fantasmas, los pavores magníficos tenían una razón de alba. Vivía, festejaba sin edad alentado por la naturaleza y sus prodigios. SEGUNDO y es verdad fui a la vez un poeta romántico y modernista. Esto explica mi pasión por el desorden por los vicios y por el lenguaje deslumbrante. Explica o explicaba porque ahora ya no sé. TERCERO. Cuando sea la muerte habrá pasado mi cuerpo por la infancia por los poemas de mi lengua por la metáfora podrida del paraíso
Fuera de orden A Diómedes Cordero Estoy ordenando mi vida. Estoy fuera de horario, de convenciones, de proyectos. Vivo en un espacio de pocos metros soñando. Vivo inquieto, a la espera. Gozo el silencio del poema que llega. Escriba o no, puedo recibir mi voz alta. Gozo la entrada de la muerte que sueño. Hablo con ella en este espacio donde cabe el mundo donde mi cuerpo y el abismo tienen su silla. Estoy ordenando mi vida. Pago mis culpas y mis cuentas con exactitud y me asusto de prevenir. Estoy ordenando mi vida con el poema y en el poema es difícil vivir.
Canto a mÍ mismo Yo era el poeta de mi tierra y de toda la tierra. Adentro de mí llovía y relampagueaba y sentía siempre unas inmensas ganas de llorar. Yo me reía de las frutas que caen en los tinglados y asustan el silencio y hablaba con los muertos y con los animales que pasan por la miseria vestidos de capitanes largos. Yo era un gran poeta de los muertos como jamás hubo otro en la comarca y me asustaba de ver subir las flores hacia la cal ambigua de las tumbas. Soñaba cantaba por las noches una desgarrada melodía y volvía a soñar entre muros y ciudades perdidas persiguiendo sombras halladas entre el porfiado frenesí de ausentes y de borrachos insondables. Yo era un poeta y me enamoraba de mí y de ti y de todas las miradas que vienen desde lejanos pueblos a la imaginada mesa del ecuador a buscar estrellas y panes de cobre para maldecir hombres en el centro del mundo. Comía sobras robaba leía el amanecer bebía y fumaba hasta sentir un agradable golpe en los pulmones. Creía en la muerte y me aprestaba a tomar el poder de mi país. Confiaba en un grupo de poetas locos que fueron apareciendo de puntos cardinales distantes incapaces de apagar sus deseos detrás de una música rota por el olor de las botellas y del encanto miserable. Yo me cantaba y me celebraba a mí mismo ganaba la vida sin hacer buscaba que mi razón perdiera y salía conmigo y contigo a buscar campos y ciudades para soñar y matar a los padres de mis padres quemar el mundo y pagar algún día con mi cuerpo en la hoguera el desenfreno de mi vaga ilusión. Caía sobre mí mismo y amaba mis fracasos. Sentía el placer de ser otro que escribe un poema sin principio ni fin alerta por si viene la muerte y revienta mi pobre y útil reino del cuerpo.
El huÉsped Los vientos del mar, el tiempo de los inmortales los truenos de junio trajeron el fantasma de Aquiles a mi casa a una región de montaña alta y verde distinta a esa aridez de los caminos griegos donde tanto caminó con su talón invulnerable el semidiós de la valentía y de la ira. No puede ahora amenazar con la fuga de sus barcos con el retiro de su noble ejército y se conforma desde el ventanal con el vuelo de las negras aves, con la neblina presurosa con el sabor del chocolate y el crac de las hojuelas de maíz. Ese fantasma en el que me reconozco como goce antiguo apenas repara en el aire el olvido de su castigo tratando de herir su propio vientre de hallar un terrible dolor en el cuerpo insensible a la crueldad y a la guerra. Su pobre talón chorrea sangre gruesa olorosa a mar y melancolía lo demás son espejos cansados al abrigo de una morada inútil donde sufre la impotencia de su vigor y de su arrojo. El fantasma de Aquiles trata de volar hacia otros destinos pero lo detienen mis ojos tristes mi cortesía mi silencio para con él. En las tardes volvemos al espumoso chocolate jugamos ajedrez y vuelve a ganar y a perder su propia batalla con la inocencia de quien sabe perdido el cielo muerto de otro fantasma.
El huÉsped (Segunda versión) En mi ventana el fantasma de Aquiles come helados mastica con placer hojuelas frescas de maíz. Ha cambiado su traje de guerrero por una ancha camisa por un blue jean por unos gruesos zapatos de gomas altas y trenzas enormes. Va peinado con una larga melena echada hacia atrás. Con anteojos de sol su rostro parece ausente de cualquier batalla. Lleva un escudo ortopédico en el talón invulnerable lleva en el pecho medallas y preseas de guerra. Se ve ridículo con aquel atuendo tan extraño a un cuerpo de mundo Antes de Cristo. En la ventana se distrae pensando en sus viejos amigos guerreros en su ira en los cuerpos de Héctor y Patroclo. Su lugar es el ventanal de un paisaje de montaña que el fuerte Aquiles confunde con velámenes y con el mar de Grecia con los ojos de los soldados que ganaron y perdieron Troya que marcharon a un mundo donde la valentía el coraje y la audacia no detienen el fin de la vida. Aquiles trata de compensar sueños con algo más grato. Baja del ventanal camina hacia el cuarto de Néstor, mi hijo, homónimo de su amigo prudente y sabio rey de Pilos. Enciende el betamax y corre hacia el abismo mirando la imagen de Hécuba desterrada y llorosa en el film de Las Troyanas. El ventanal y el fantasma desaparecen. Al amanecer un cortejo de heraldos lanza el cuerpo de un adolescente degollado a un basurero donde reposan la Ilíada y los muertos de una ciudad inexistente.

ElegÍas y olvidos, 2006


HÁbitos Mi oficio regentar el vacío Sólo tengo un pequeño estudio en arriendo en Mérida Mis tres hijas hacen y caminan sus sendas ausentes de mí en eso de sabernos con hábitos de familia. Mi hijo muerto yace bajo una lápida bajo prohibición de que grabe en ella los epitafios que para él soñé. Mis libros forman un pobre y curvo lomo de estantería que algunas veces entre emoción y tragos salen del escondrijo. Leo perturbado poemas de muerte amor paisajes y melancolía. Regento un vacío insoportable doloroso esperando que mi mujer se acueste a mi lado recién bañada o diga Vamos a bailar que salieron las vacas y las estrellas.
Memorial de un carpintero I Recuerdo con entusiasmo y sombras de temor a Eleuterio Castellanos, carpintero de Pampanito conversador y lector infatigable. Vecino y amigo de mi casa paterna dormía en una urna de cedro hecha a la medida de su vida y de sus creencias ocultistas de las que poco hablaba con sencillez y celo. Yo tenía el privilegio inusual de contemplar desde las ramas altas del tamarindo que servían de lindero sus maneras de acostarse y renacer del ataúd dispuesto en el suelo al final del taller. Oloroso a aserrín y maderas solía limpiarlo con esmero envuelto en su batola de algodón. II Recuerdo tus conversaciones con mi padre animadas de fantasía y de buen humor el hilo perfecto de tu dicción y de tus gestos contando a tu manera pasajes de la Guerra de Troya, de la Biblia, de La Divina Comedia, del Fausto, de El Paraíso Perdido. Recitabas con memoria de encantado trovador las Coplas de Manrique, sonetos de Quevedo, poemas de Poe y de Rubén Darío. Confieso mi preferencia por tu versión libre del Hamlet sufrí la insoportable traición de Claudio Rey y de Gertrudis lloré la muerte por agua de Ofelia cantando arrastrada por el torrente blanco del río Astillero vivero de frutos y flores que traen los campesinos a las puertas de un Elsinor de trópico cuyas almenas situabas detrás del camposanto donde los pájaros vigilaban la demencia del desdichado príncipe. Nadie tan ocurrente y serio como tú, tan admirado y tan mi infancia. Siempre sueño contigo, una mujer y una serpiente jugando con esmeraldas y huesos en las ramas del tamarindo labrando un globo terráqueo del color y del tamaño de la muerte. Mis respetos, mi afecto, mi orgullo de ser tu niño escucha. Te quiero Eleuterio agitas mi memoria de mitos, júbilo y temor. Oí tus cuentos viajando con un mago por las tinieblas. Tu cara es un sapo de amor una piel con ojos de madera que brinca en mi cabeza.


 

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