José Antonio Moreno Jurado

Diciembre de 1999

 

Cartel turístico de la Gruta de las Maravillas

 


 

No sé si recuerdas, padre, la antigua carretera de la Sierra de Huelva por donde aprendiste a conducir, entre amigos, camiones y autobuses. Ahora vamos despacio, sin prisas, como si no nos importara el moho del tiempo en nuestra frente. Pero entonces, recuerda, eran carreteras de hilo suavísimo y enredado. Cintas derramadas en el suelo a capricho del alma. A veces, serpientes multiformes, de cien tonos profundos, verde pálido, violetas, anaranjadas, que lamían el lecho de los árboles y callaban. Siempre el silencio. Curvas cerradas, caminos estrechos que inundaban el alma de agonía y aromas. Árboles pintados de blanco para hacer más íntima la noche. Una noche de bóvedas y ramas. Más allá de la Venta de la Plata, después del desayuno, comenzaban los nombres a acariciar mi cabeza de niño, en dulzura, con sus manos recientes, perfectísimas. Un nombre y otro. Y otro nombre. Como si quisieran, así, despertarme a una vida de nombres. Pero todo es distinto ahora y creo que lo sabes.

El aire golpea con su cabello, a un simple movimiento de cabeza, la cima más sensible de los pueblos y recoge su túnica después, doblándola cien veces, para que sirva de almohada a las nubes. Una casa en el monte, a lo lejos, como testimonio de soledad. Pero no me contestas. Sólo tomillo y jara. Helechos, pereros y castaños. Puede llover, quizás, como llueve, hace días, dentro de ti y de mí. Porque es diciembre afuera y un mal diciembre adentro. Pueden llovernos, a los dos, sin saber de dónde, caricias como lágrimas y espinas de la nube. Pero guardas silencio y no contestas. Porque es diciembre y el frío grita con violencia, porque sabe tu nombre, en el cristal delantero de mi coche.

Recuerdas, imagino, los álamos blancos. Álamos de la tarde. La subida a Higuera de la Sierra. Y otros álamos blancos, a lo lejos. Mujeres y niñas, con la ropa lavada en sus cinturas, subiendo la ladera del pueblo desde el lavadero más antiguo, casi ocre. Y unos muros de piedra oscura y argamasa. Casi al fondo, en línea recta, Aracena. Sólo aquí, como un trozo de cielo descendido y plantado otra vez en cada surco, los muros de piedra huelen sensiblemente a melancolía y tristeza. Y cada vez más hondo. Más hondo, dentro de ti y de mí, el paisaje de Valdeflores, Valdelarco, Fuenteheridos, Galaroza. Nombres que me hieren aún. Que me persiguen, sin misericordia, desde hace años, como las Erinis. Vamos quizás al fondo de los montes o al fondo de ti y de mí. Pero no me respondes. A donde ya no hay nada. Nada más que la intacta mentira del arcoiris sobre los cerros que se rozan. Siempre que vamos a alcanzarlo, desaparece.

No sé si recuerdas, padre, el bar de Galaroza con sus cortinas de cerámica y sus pucheretes en el vaso. Aquel sabor antiguo que se quedó en la boca, indeleble, como una huella más de tu paisaje. Lo paladeo ahora. Otra vez. Como la vez primera. Sabe a café y a tierra que provoca. Y nada se confunde, en ti y en mí, al paso de los años. Como el amor. Ese lastre continuo que tira hacia adentro, y hunde el corazón y lo mantiene atado al cuerpo del abismo. Contra nosotros mismos. Contra la vida misma. Pero no me respondes. En tu leve terquedad, no me respondes. Galaroza en las laderas de la ternura y cerca, ya, de nuestro fiel destino. Sabes que La China son tres casas, nada más, como siempre. Y sonreímos. Chinitas de La China. Sólo dos leguas más para estar contigo.

Si recuerdas el Múrtiga, los chopos se entremezclan con el agua. Sin límite o fisura. Sólo un torrente verde y sonoro al mismo tiempo. Troncos de agua o agua de ramas. Uno y lo mismo, como la divinidad que creamos y luego, al tocarla, se deshizo. Los cerezos. Hay un camino intacto y, más allá del caserón, una cueva pequeña con un manantial de agua dulce y helada, para enfriar el cántaro en verano. Cinco piedras, blanquísimas, con que vadear el río sin mojarnos los pies. Y una canción. Pero no me respondes, padre, aunque una y otra vez me esfuerzo inútilmente en contarte lo que sabes. Yo, te lo aseguro, no me olvido. Pero no me respondes y vamos a llegar en cualquier momento.

Al menos, esta iglesia desnuda, en La Nava, con los óleos de Gaudencia en las paredes y un barroco casi afónico, inerte, nos sirve de descanso a ti y a mí, sentados los dos en los últimos bancos de la nave y el crepúsculo. Hay un murmullo incomprensible, ondulante, que nada nos preocupa. Un murmullo que sale de los ojos, nunca de los labios, y se nos clava, a ti y a mí, en el pozo insaciable de la angustia. Como ausentes, tú y yo, en el banco de la iglesia. No me respondes, pero te aseguro que ya no entierran a los ateos en su costado izquierdo, lejos del cementerio, como en mi infancia, cuando no me dejaban asomarme a las verjas porque constituía un temible pecado. Ser ateo o revolucionario era, en resumen, lo mismo. Pero a nosotros, niños aún, nos podía más la curiosidad que las ideologías. Y ahora, al fin, nos levantamos del banco, tú y yo, con desidia. Hacemos un esfuerzo final para mover las piernas. Como si tuviésemos que levantar, tú y yo, todo el peso del cielo. Se cierran lentamente las puertas oscuras de la iglesia, como se cierran, para siempre, las puertas del alma. Creo que recuerdas el día, azul muy claro afuera, llama adentro, en que la abuela, para pedir perdón por no sé qué pecado de sus hijos, me envió al cura con cinco kilos de trigo, uno por cada herida del crucificado. Pero no me respondes.

Andamos lentamente, tú y yo. Más allá de la era, el cementerio. Ahora, la era ya no existe. Sin embargo, os lo aseguro y dije que, allí, me enseñaba el abuelo a disparar con la honda. Y, al roce de la goma con el aire, silbaban dulcemente los últimos olivos. Más allá, el cementerio. Y es posible que nada sea verdad. Que sólo quede, más real aún, más detenido y puro, cuanto revive fieramente la memoria. Ahora, sólo siento un leve temblor. Abandono la memoria sobre las lápidas y sus nombres. Acaso estoy temblando, aunque nadie lo sepa. Pero me tiembla el sentimiento y no la mano. Como tiembla el pecho de las aves, al frío de las ramas, en diciembre. Una caja negra y pequeña, de mano en mano, con letras diminutas y doradas en derredor. Manolo y Mariángeles la miran por última vez. Como un relámpago de tiempo. Alguien abre, de par en par, el mármol y dejo tus cenizas, como quien deja el alma, abandonada, junto a los abuelos.

Febrero de 2006


 

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