Gabriel Barrios Fedriani

Acunados


 

Henri de Toulouse-Lautrec: El lecho

 


 

 

ACUNADOS

 

¿Se ha dormido? Creo que sí. Vente. Pero no apagues, que no veo nada. ¡Ay! ¿la espinilla? Y en la misma herida que ayer. Vaya por Dios. ¿Y el niño? Parece que no, pero vaya golpe que le has dado a la cuna al tropezar. Te dije que no apagaras todavía. Vale ya ¿no? Échate un poquito para allá. Si estoy en el filito. Bueno, pero tienes toda la manta. No, espera tú, que me voy a destapar, con el frío que tengo. Jajay. Bueno, tira un poco del edredón. Y vente. Uicch que frío. Como que el tiempo se ha puesto helado de un día para otro. ¿Y el niño? ¿Está bien tapado? Parece escayolado, de la cantidad de gorros y guantes. Espera, que me clavas el codo. Mis pelos, mis pelos, que me los coges. Ponte la almohada chica debajo. Mejor déjame en ese lado. No, que si se da la vuelta le puedo poner el chupete. ¿Sin luz? ¡Pues tengo poca práctica! Oye, mira que eres cutre, te has dejado los calcetines. Y tú el otro día la parte de arriba del pijama de boatiné, que no se me olvida. ¡Vaya tela! Es el comer fuera, que me hace pesado el estómago. Mira, abre las sábanas. Mientras, solo mientras, me pongo la parte de arriba. Será posible. Sí, claro, tú con los calcetines... porque a mi los pies es que siempre congeladitos, tú lo sabes. Bueno. Tápame ya que parece que esto ha mejorado. Oye, ¿viene el miércoles tu primo? Que sí, que ya te lo dije desde el taller. ¿Pero solo o con la mujer? ¡Con el ministro! ¡Y yo qué sé! Pues no es lo mismo, no te sofoques que yo improviso. Entonces, ¿para qué preguntas? Hijo, se me ha ocurrido, así, de repente. Bueno, mira que son las tantas. Ya, tu prisa, prisa tienes porque empiezan los deportes en la radio. No, lo que se nos viene encima es la próxima toma, que este no perdona ni una. Y esto de aquí, como rasposo, ¿qué es? Un calcetín, que se me ha salido. Tápate tú los costados, que la barriga después se te queda helada y aquí estoy yo que si mantita eléctrica y caprichitos. Si es que eres mi ángel de la guardia. Ay que bonito, león. Por ahí iba yo, por ahí. Hijo, lo que pesas. Sí que es verdad, que ando barrigón. A lo que íbamos. Pues digo yo de meternos los dos dentro para coger calor. O te levantas y programas algo la calefacción. No vayas así, ponte algo. Da igual, si es un momento. Es que está la cortina del salón abierta. Pero no hay luz. Bueno. Vaya golpe. Te lo dije, no vayas descalzo. ¡Me cago en el cine coreano! No levantes la voz, chiquillo, que este tiene el sueño ligero. Es que van todos los golpes al sitio malo. Oye, como si fuera una maldición. Hasta se me han saltado las lágrimas. Y me he quedado helado. Venga para dentro, hombre, a ver sí vamos a resolver. Mira, esto no es así, como preocupados por todo en lugar de ir al grano. Ven que te refriegue un poco la espalda y los riñones. Ay que alivio. Lo ves. Bueno, bueno, se me ha dormido. Pero no me cogerá frío. Si es que tiene que estar molido, con la faena que tenía hoy. Vaya, ya protesta el nuevo, madre mía, como que son las tres menos cuarto. Si es un reloj. Oye, vete a la cocina, por una tetina limpia, que se me ha caído debajo de la cama. Sí, sí, ya sé, y ahora ponte algo encima. No vayas a caer malo. Vaya otra vez el golpe en el mismo sitio. Como que vas con los ojos cerrados, medio sonámbulo. ¿Y qué quieres, si estaba como un leño? Bueno, venga. Sí, sí, en el armarito de la izquierda, el de las cosas del niño. Que no, anda ya en el micro, que las guardo ahí, en el segundo cajón, cuando las esterilizo. Ea, ea, toma; y tú duérmete, que mañana no va a haber quien te levante. Sí, sí, apaga la luz tranquilo, éste se toma el biberón entero sin abrir los ojos. Menudo es. Un beso. Ea, ea. Ay...


 

TAUROMAQUIA

 

 

Primer toro: Palurdo.

 

750 kilos, negro, aunque lo llaman afroamericano: en estos tiempos nadie quiere follones políticamente incorrectos. El rabo, cualquiera de ellos, enorme. Irrumpe como un rayo. Tanto, que empieza a lloviznar.
El maestro Colmerillo lo intenta recibir a puerta gayola, pero ve más prudente hacerlo a puerta blindada. Sale por los aires de todos modos. Los de la cuadrilla intentan distraer al morlaco a base de tangos pegadizos. Todos, sin excepción, acaban en la segunda tribuna. Sale de nuevo el maestro, segundo tercio. El sólo quiere picar al toro. Le zampa tales cosas de la vaca Amelita, su pareja, que lo deja abatido. Salen los primeros pañuelos, casi todos de papel. Y es que todo se pierde. Agarra el diestro las armas de matar, y se encara con el toro. Este, resabiado, le recuerda lo de su mujer, Mariqui, con aquel viajante de Santander. El torero tira la espada y le dice que venga, vale, a puñetazos. La prensa, al día siguiente, destaca cómo acabó el toro con uno de los rabos hinchados de una patada traicionera. Y el árbitro que no quiso ni verlo.

 

 

Segundo toro: Súlivan.

 

800 kilos y tal cara de mala idea, que abren la puerta los geos, dentro de un tanque. Marrón caquita casi todo, con manchas, también de caquita, más oscuras. Dos cuernos que, vistos desde lejos, hacen pensar en que ningún matrimonio puede llegar a buen término: Ahí hay cuernos para todo el mundo.

La cuadrilla de Bandurrita, que toma hoy la alternativa, ha ido a por tabaco.

Se queda sólo y recibe al bicho a una prudente distancia de 226 metros, utilizando unos buenos prismáticos. El respetable no respeta nada, con lo que han pagado por la entrada, y devuelven al diestro al ruedo de una forma, la verdad, poco respetable. Cuando casi se ha puesto en pie, el toro ha tenido tiempo de reenviarlo al palco presidencial. Considerando cambiar su nombre por "Bolatenis", el torero inicia lo que se llama una carrera prometedora, a un ritmo de 3'15" por minuto, hacia su pueblo. Al toro le mandan una citación judicial que rompe con chulería. Acaba indultando al público y se va a los corrales. Allí, multitud de jóvenes vacas, lo reciben mugiendo a gritos, las descaradas.

 

 

Tercer toro: Chorrete.

 

520 kilos. Su entrada, carraspeando, hace que se le pregunte por su salud. Responde que no hay que preocuparse, y que no ha querido coger la baja. Tiene familia que mantener. El público agradece el detalle, con media ovación.

El maestro, el consagrado Gallardo II, hijo de Gallardo III (la familia se vino abajo por malas inversiones y vendió una I), avanza hacia el toro, gris y marrón total. Se encienden ya las luces artificiales y un aficionado pide música. Cuando vuelve en sí, este aficionado ya está bien atendido en el hospital, junto a sus seres queridos. Por el transistor, sigue el desarrollo de la corrida. En la arena, el diestro coge arena y la lanza al toro, a los ojos. Siempre ha maravillado, desde lejos, cómo este torero de fama ha conseguido lo que se diría nublar la vista de sus enemigos. Nadie sabrá jamás el porqué. Porque nadie lee mi columna. Empieza entonces ese mágico carrusel de pases de pecho, tórax y abdomen con el que regala en sus grandes tardes el maestro. El mismo se emborracha de su arte, y aprovechando la suave brisa que su baile de muerte, danza divina, hace nacer alrededor del toro, tiende algo de ropa entre los cuernos. La faena provoca que el tiempo se detenga. A qué cielo nos lleva este hombre toreando, por Dios, dice un aficionado antes de cortarse las venas. Mucho antes. Llega la suerte final. Nadie ha querido ver a un picador hollando el suelo que torero y toro, toro y torero, tararí, tararí, han hecho para la leyenda de esta tarde. Toma la espada. Yo tengo bastos, envido, responde el toro. No pico, te voy a matar bastante. Pues tú verás. El público enmudece y se pregunta, por tanto por señas, cómo acabará todo esto.

Llega, en el último instante, como bajado de su coche, un veterinario con el historial clínico de Chorrete, que reparte en octavillas, fotocopiado. Es atronadora la petición de perdón y devolución para este toro. Y del dinero. Se conceden ambas cosas. Es el delirio. Y este cronista ha vivido para estar allí y contarlo a los buenos aficionados.

 


 

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