Gloria Fernández Rozas

Estrellas

 

Charles Landelle: La sirena

 


 

Me despierto siempre con los dos temores: que durante la noche uno de esos leones al fin lo haya matado y que en la habitación haya entrado alguna mosca.

Pasa más o menos lo mismo todos los días en el momento de despertarme, antes incluso de ordenar la realidad y abrir los ojos: presentir lo que hay a mi alrededor y recordar cuál es mi vida, cosa que siempre me cae encima como un misil. Luego los sonidos, la respiración de esa máquina que infla unos bultos en el colchón para que el cuerpo respire y no se llague; después, la otra respiración, la suya, que yo trato de medir y comparar con la de la noche anterior.

Uno: no ha muerto en el secarral de la sabana. Para el dos, hay aún que esperar.

Es cuando ya todo está colocado en su lugar, cuando tengo que hacer frente al golpe de una pena casi insondable, y eso que aún están los ojos cerrados. Ese es el peor momento. Ahí me la juego cada mañana. Es como el sí o el no. Y aunque sea siempre el sí, me queda la duda de hasta cuándo seguirá siendo.

El sonido del carrito de los desayunos marca el momento de abrir los ojos. Nunca le doy los buenos días. Solo escruto minuciosamente el aire, me levanto y me acurruco junto a él, callada. Él me abraza y así nos quedamos hasta que la monja entra para darnos el café y sacarme de su cama. Es que no ves que no es sano, ni para él ni para ti. Quince minutos, nuestro tiempo. El tiempo de la verdad, cuando lloramos sin decirnos nada, y nos secamos las lágrimas el uno al otro. Luego hay que hacerse cargo de la vida, los ejercicios, las visitas, vigilar que nadie abra la ventana, evitar encontrarme con el médico y esa realidad tan odiosamente física del cuerpo.

Cuando salgo a comprar el periódico veo venir por el pasillo a aquella enfermera y me escondo: "No te pongas nunca a los pies de su cama. Ante la muerte no hay compasión. Te chupará la vida. Si yo te contara... tuvimos una vieja moribunda que le chupó la vida a todo el que vino a visitarla... Ah, y si ves una mosca, espántala. Es la muerte que viene a llevárselo".

 

—Animal marino mitológico. Seis letras, E la cuarta —digo.

Íbamos hasta la isla a pescar. Allí lanzábamos el ancla y dejábamos que el mar nos fuera empujando hacia poniente. Estábamos desnudos, tostados. Era buena la vida entonces.

Yo soltaba carrete porque sólo me interesaba lo que vivía en el fondo del mar, y en especial esas estrellas que son como de alambre y rompen sus patas para liberarse de la parte del cuerpo que está atrapada en el anzuelo, y poder así escapar. Al sacarla del agua la ponía sobre la zodiac. Sus patas gelatinosas se quedaban pegadas sobre la superficie caliente. Y antes de que me diera cuenta, su pequeño cuerpo, del tamaño de una chincheta, saltaba inexplicablemente al mar, dejando allí, sobre la superficie roja de la goma, sus patitas inservibles.

—¿Te acuerdas de la isla?

Tarda mucho en contestar, como si los recuerdos fueran una de las cosas que tiene ya embaladas.

—Me acuerdo de ti y del cajón que te hice. Y de tu culo cuando mirabas las crías de medusas. Y de las estrellas alambre.

Era un cajón con la base de cristal, un cristal corriente de ventana. Al ponerlo sobre la superficie del agua, el mar dejaba de moverse en esos treinta centímetros cuadrados y eso permitía ver las profundidades. Así fue como vi a la sirena. Los días normales solo veía bancos de peces pequeños e iguales, en ese pulso único que los protege de depredadores. Y las crías de medusa, moviéndose igual.

—¿Aún te acuerdas de ella? —le pregunto.

—¿De quién?

—De la sirena.

—Era pelirroja y usaba una talla cien por lo menos.

—Tardaste tanto en salir del agua que no aguantaba los celos.

Me arrepiento de haber comenzado esta conversación y trato de desviarla porque sé que terminaremos hablando de Mikel. Y no quiero que se acuerde ahora de que yo alguna vez dejé de quererle.

—Afloja el viento. Seis letras.

—¿No quieres saber lo que pasó de verdad?

—Ingrediente que los masais añaden a la leche fermentada para fabricar el yogur. Seis letras.

—¿Cuál era aquel cuento de un hombre que mientras muere miserablemente en un hospital sueña una muerte heroica, daga en mano?

Le digo que no lo recuerdo, pero ese cuento no se me va de la cabeza desde que me contó lo de los leones.

—¿Sabes lo que hacen las mujeres masais a sus hombres cuando vuelven de la caza?

—No, pero me lo imagino.

—Mírame. Siento tanto no poder tocarte nunca más...

—Para mayor escarnio, para más... Cuatro letras.

—Masco cortezas de mimosa. Así se me quita el miedo.

—¿Qué dices? Tú nunca tienes miedo.

—Cuando salimos a cazar un guerrero viejo me da cortezas. Inri.

Levanto la vista del crucigrama y le miro.

No sé qué me dice y me entra el pánico porque me acuerdo de que todo empezó con otro mínimo caos, una letra que desaparece de la memoria, la erre que por más que lo intentaba no conseguía pronunciar.

—¡INRI! ¡Para mayor escarnio! ¡Cuatro letras! ¿Qué te pasa?... ¿De verdad que no quieres saber lo que pasó?

—¿En el sueño?

—No, con la sirena.

—Ya sé lo que pasó. Conciliábulos de brujas. Diez letras. Debí creerte. No sé por qué no te creí aquel día. ¿Cómo se hace el amor con un pez?

—Tenía unas tetas... Tuve que hacerlo. Sabes que se suicidan si los hombres no nos dejamos seducir.

—Te estrellarás contra las rocas.

—Ya me he estrellado.

 

El tiempo de hospital se vive en los márgenes de la vida. Desde ese espacio ves la vida de los otros pasar. Pero el tuyo es tiempo que sólo resta, no se vive.

En el tiempo de hospital dejas de tener espacios de escapada. No puedes ir al cine, ni perderte en un bosque, ni subir a esa azotea de Azca donde sé que nadie me buscará nunca. Ahora todo lo más cruzo la calle y entro en otro hospital que está enfrente de este hospital pequeño que nos cobija. Desde su segunda planta miro este edificio y encuentro nuestra ventana, la primera de la galería. A veces veo que alguien mueve la cortina y me imagino que pueda ser él, que se asoma al cristal y me descubre mirando.

Llevo casi siempre la misma ropa porque los armarios suelen estar llenos de almohadones y mantas color salmón llenas de bolitas. A mediodía como en el restaurante de la esquina, siempre platos ricos y caros. He engordado cinco kilos, los que él ha perdido en estas dos últimas semanas.

Me acuerdo de la vieja chupavidas y me pongo a los pies de su cama. Luego, enseguida me entra el miedo a que pueda ser verdad, que pueda ser verdad que ante la muerte no hay compasión. Me encierro un rato en el baño y me pinto los ojos y me doy una crema hidratante con color. Cuando salgo la monja está tomándole la tensión y me dice que parece que vengo del Caribe.

Para cuando llega su madre ya todo está organizado y recogido. Viene cada semana, critica cada una de las cosas que nos rodean, me critica a mí por dejarle solo cuando me voy a comer. Le critica a él por estar muriéndose y darle ese disgusto. Y se va.

 

—Creí que me devoraban. ¿Tengo sangre en la espalda?

Le digo que no. Y le acaricio. Cuando le veo tan asustado le tengo que despertar para que salga de la pesadilla.

—Algún día lo conseguirán. El día que tú no estés aquí para impedirlo.

El médico me hace señas escondido tras la puerta para que él no le vea. Yo busco una disculpa para salir al pasillo.

No quiero escucharle. Me coge la mano y me dice que lo piense, que piense en él y que cuando lo decida, que vaya a su despacho y se lo diga.

Es al entrar en la habitación cuando la veo. Está quieta sobre el dispensador del suero. Me quedo tan paralizada que tardo en reaccionar. Pero luego me lío a golpes con una toalla hasta que la saco de allí.

—Deberías hablar con alguien de esta manía que te ha entrado con las moscas.

No le extraña que me eche a llorar, me hace un sitio en su cama y me consuela.

—Pero qué miedos son estos. ¿Es que no te acuerdas del tamaño de los mosquitos de Noruega? ¿No te acuerdas que eran como helicópteros? ¿Y las moscas de Pontevedra? ¿Qué pasa ahora?

Yo sigo llorando porque sí me acuerdo de aquella granja de Noruega donde nunca se ponía el sol y porque sé que, aunque esté atenta, terminará entrando otra mosca y porque no puedo controlarlo todo.

Él está callado, como si estuviera componiendo el discurso más difícil.

Me dice que me quiere pero que en este momento le gustaría ser una de aquellas estrellas de mar que yo pescaba.

 

El tramo de pasillo que hay desde el despacho del médico al dormitorio debería tener exactamente 256 pasos, es decir, los mismos que hay desde el dormitorio hasta el despacho. Pero no puedo comprobarlo porque, al salir de él no vuelvo a la habitación, sino que me desvío por la escalera y salgo a la calle y la cruzo y me meto en el hospital de enfrente. Este es un hospital grande y en la segunda planta está el paritorio y el servicio de Neonatología.

Las enfermeras me saludan y me dicen que hay uno más.

Me quedo allí un rato para respirar el único aire que no está lleno de dolor en el radio de varios kilómetros. Al otro lado del cristal hay unas diez cunas. De las sábanas sobresalen otras tantas cabecitas, como pequeñas crías de medusas pulsando al unísono.

Me despido de la enfermera, que aparta la ropa para que pueda ver, antes de irme, al que acaba de nacer. Y vuelvo a cruzar la calle.

Desde el ascensor a la habitación hay 119 pasos y desde la puerta a su cama cinco y medio.

—¿Me has echado de menos?

—No. Vino esa monja nueva. Esa que está tan buena, y no deja de hablar...

Casi no le entiendo. Me acurruco en su cama, de espaldas a él, en ese hueco que siempre me gustó tanto.

Cuando oigo la puerta hago el intento de levantarme. Pero la monja me dice que puedo quedarme ahí, que a esta hora ya no va a venir nadie. Y le inyecta el nuevo medicamento que va a calmarle los dolores. Antes de irse abre la ventana para que respiremos la tarde y el alboroto de los pájaros.


 

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