Gabriel Barrios Fedriani

Servimos nosotros

 

Sara Bishop: Caterina

 


 

DÍA DE BODA

Mientras sonaba el despertador, su pie salió de debajo del edredón y se le enfrió. Consiguió reconquistar algo de sábana -tirón suave, para no despertarla- y volvió a acurrucarse poco a poco hasta quedarse encorvado, doblado en noventa grados para poder clavarle el culo en la espalda. Pero ella, aunque aparentemente dormida, se subió más hacia la almohada, logrando incrustarle en los riñones los rulos cogidos con horquillas. Rulos necesarios y no premeditados, de permanente en pelo para boda de ese día, sábado. El miró en la penumbra, colgado, el traje azul, el ultraje, que debía ponerse para la ceremonia. Sintió que había engordado algo durante la noche. Debió parar tras la quinta cerveza. No lo dudó un segundo y se tiró al suelo para hacer flexiones, pero fue un error, pues ella se apoderó de toda la cama y él no consiguió el ejercicio en plural. Para no reconocer su fallo, se arrastró hacia la cocina. Allí se levantó maldiciendo la recogida de pelusas en su camiseta durante el trayecto. Consiguió deshacerse de la mayoría, con el leve zumbido de la aspiradora manual, que sabía suficiente para que ella no volviera a conciliar el sueño. La mantuvo funcionando un ratito más, cogiendo miguitas antiguas de la tabla del pan. Al girar la cabeza, ella apareció tras él en la cocina, sin hacer ruido y, del susto, el café molido salió disparado hacia el fluorescente. Ella volvía a tener el dominio psicológico de la situación. El pensó que, tal vez cuando le pidiera el azúcar, con lo bajita que es, se recuperaría algo. Pero allí estaba el banquito de madera, tan moderno con sus peldaños, que le ayudó para cogerla del último estante, curiosamente. Cuando llegó la hora de untar una rebanada de ese pan de molde tan tierno, él supo que aumentaría su desventaja a la primera tostada, viendo como el puño de su camiseta del pijama se impregnaba ante la falta de dominio. Casi se hunde al ver un esbozo de la sonrisa de ella reflejado en los azulejos junto al frigorífico. No la miraba fijamente desde hacía tiempo. Con el final del desayuno, un último sorbo de café y ella se vio perdida, sin servilletas de papel. Él hizo ademán de levantarse y coger un paquete nuevo, pero sacó finalmente un kleenex de su bolsillo derecho y se limpió fácilmente con él, utilizándolo con cierto acierto para quitar la mantequilla del cuchillo y tirarlo al cubo de la basura (el kleenex). Se pavoneó al levantarse. Ella no tuvo más remedio que volver a hacer uso del banquito con peldaños. Y entonces el efecto no fue el mismo, pues esta vez él se puso debajo, y miraba adonde había que mirar cuando una mujer se sube a una escalera, ya sea para cambiar una bombilla, o para buscar el tomo XXXIII de la Enciclopedia Espasa en la Biblioteca Nacional, del último estante, curiosamente. Ella saltó con gran agilidad desde el banco para terminar con esa situación de indefensión. Sin poder evitarlo, cayó sobre él resultándole a ambos agradable por lo mullido, pero deshaciendo en pocos instantes el abrazo de posible recogida o protección. Se acercaba la hora de la boda y marcharon al baño, cada uno al suyo, independiente. Hubo portazos simultáneos y grifos abiertos a la vez: Agua fría en ambos. Los cerraron a la vez, para sorprender, y los volvieron a abrir a la vez. Pausa. Él decidió afeitarse y ella retocar su peinado. Sabiendo que no les veía el otro, pero pensando en cogerle desprevenido, volvieron de un brinco a la ducha y a abrir el grifo. Agua fría para ambos. Resbalones para ambos, enjabonados. Sobre ambos cayó el agua fría, con la que se enjuagaron para adelantar. Al salir, cada uno vio tiritar al otro en el camino a la habitación para vestirse. Encajó de milagro el traje azul, el ultraje. Encajó a base de fajas el vestido negro algo transparente, que él consideró cristalino. Sin hablar, le puso un chal sobre los hombros, para tapar el inicio del pecho. Lo hizo de modo que su colonia estalló en el cuarto, junto al vestidor, y la envolvió de aroma, lo que provocó que ella se diera la vuelta y le mirara a los ojos.

Llegaron muy tarde a la boda.


SIN ERRORES

-Una ceremonia perfecta, Peter.

-Gracias por venir, Joana. Y dale las gracias a los miembros del coro: Han estado fantásticos en todo momento.

Peter Madsen no podía creer la facilidad con que se había desarrollado la boda. Una boda doble, la suya con Miriam y la de su hermano Julius con Laura. Cuatro personas ciegas que durante los ensayos celebrados a lo largo de la semana anterior no habían conseguido calcular distancias ni escalones, ni dirigirse correctamente hacia el altar. Todo había sido un desastre. Pero al llegar la hora de la verdad, los pasos se midieron perfectamente, de modo que las dos parejas de novios llegaron a colocarse bien alineados ante el cura sin ayuda de nadie. El resto de la ceremonia se desarrolló con todos de pie y, al salir tras el sí quiero de los cuatro contrayentes, hasta los ramos volaron por los aires en buenas direcciones, hasta las manos de jóvenes solteras que los recogieron entre aplausos.

Peter seguía incrédulo.

Se sentaron en la mesa central del jardín donde estaba preparado el banquete de boda. Ninguno tropezó con cables, mesas o sillas durante el camino. Y el baile, abierto por las dos parejas de recién casados, resultó delicioso.

A la mañana siguiente, Peter recordaba todo esto con simpatía cuando -al levantarse- acarició la espalda desnuda de Laura, aún dormida.

Se vistió y fue a buscar a Julius. Tenían que hablar. Un solo fallo no podía ensombrecer una ceremonia perfecta y sin errores.


SERVIMOS NOSOTROS

Nosotros serviremos el convite. Desde la inmensa cocina de tres hornos, llevaremos todo a las mesas. Al fondo del jardín, sobre el césped. Y empezamos.

Será una prenda cada vez. Antifaz para todos, según las invitaciones de boda. Nosotros dos con uniforme blanco y gorro, pedí yo. Iniciamos la comida cruzando el jardín a la ida con entremeses salados y jugosos, que harán beber. Vuelven las bandejas con nuestros zapatos en ellas. El resto de idas y venidas lo haremos descalzos sobre hierba recién cortada fuera y suelo caliente dentro, gracias al horno de pan.

Al segundo viaje van las bebidas que refrescan las gargantas, incluidas las nuestras, pues no hay besos todavía. Son las reglas. La vuelta no puede ser de vacío, ella saca cualquier prenda blanca bajo su bata y acepto; pongo a su lado mi camisa. No me siento en desventaja porque mi bata blanca también es muy larga.

Comienza la hora de la carne. Llevamos pequeñas jarras para la salsa aunque los filetes son jugosos. Vuelvo con una de las jarritas donde mojo los dedos y en este tercer viaje los deslizo en sus labios. Me deja probar de ellos por si faltara sal. A cambio, mi corbata blanca. Como regalo, su camiseta fina de tirantes, blanca también.

Llega el pescado fresco y el marisco. Lo servimos rápido, rápido para ganar tiempo al volver. Entramos y es ella quien toma una prenda, que tarda en coger con sus manos frías del hielo. Hago lo que puedo: Logro su gorro, que le suelta el pelo.

Ahora esperan bandejas de fruta y yo cargo primero la suya, de modo que con sus manos ocupadas encuentro pronto su minúscula braguita blanca, que arranco sin protestas. La sigo. Servimos juntos el melón cortado y el melocotón maduro. Después, el kiwi a rodajas y las uvas, casi todas las uvas. Consigo comer algunas de su boca ante las narices de un hombre borracho, que mira su copa sin decir nada.

Entramos de nuevo a la cocina, sin nadie, y empiezo a temblar. Ella ha entrado antes y me esperan unas tijeras que cortan toda la ropa que me quedaba bajo la bata. Su mano izquierda da un recorrido en busca de alguna más. No hay nada más, presume de trabajo bien hecho.

Quedan los postres dulces. Sacamos del horno los bizcochos calientes y las manzanas asadas. Tira mi pañuelo del cuello al fuego y le pido un plato colocado sobre la vitrina, porque es más alta. Con sus manos levantadas, la cacheo en busca de un sujetador que ya caía solo, desabrochado unos momentos antes, como una gaviota que planea, una cadencia que huye de la prisa. Vuelvo a temblar.

Se oyen los gritos de los invitados, vemos al borracho de antes que se acerca. Tira el sujetador al fuego. No quiere pistas. Cuando el borracho quiere entrar, ponemos en sus manos las bandejas con los primeros dulces y él, jugando a mayordomo, corre a servirlos. No sabe nada, no ha visto nada. Lo veo marchar, mis brazos en jarra. Ella llevará la miel, pero después de extenderla por dentro de mi bata, bajo mi cintura, de atrás hacia delante. A pesar de los recios botones de mi bata, no puedo salir ahora. La dejo escapar pero tendrá que andar despacio hasta la mesa principal, pues también ella se delataría chorreando miel si separa las piernas. Es el último viaje.

Cuando entra de nuevo, desgarra las dos batas y no cierra la puerta. Ha conseguido que los principales nos manden a descansar un rato. Toma de nuevo la jarra de miel para que hunda mis manos. Se agarra con sus piernas a mi cintura, sobre la gran mesa de madera, tomo suavemente su boca y sus blancas lunas, por fin lunas de miel.

Ninguno puede escapar ya, no queda distancia. Muerdo despacio su cuello y su risa estalla… Ella ve, por la ventana, cómo los cocineros Andrea y Miguel siguen vestidos con nuestros trajes de novios presidiendo la mesa. Nadie se ha quitado el antifaz. Ni nosotros. El juego era así.


FIESTA DE PRIMAVERA

La señorita Andrea Pomeroy, hija del laureado general Lawrence H. Pomeroy, preparaba su fiesta de primavera.

Lo primero eran los invitados, como es lógico suponer. Y para ello, la señorita Pomeroy, sentada en su sillón azul, elaboraba una lista escrita con pluma de ganso y tinta china negra y compacta, que incluía a las personas de su agrado, así como algunas más distantes pero convenientes.

Comenzó su lista por el doctor Tomas Heinwick, antiguo camarada de su fallecido padre. Era alguien cuya compañía le confortaba y agradecía. El único que no había faltado ni una sola vez a sus invitaciones.

Los siguientes invitados eran los Mavericks. Una familia compuesta de un matrimonio con dos hijos gemelos, William y Joseph, nada alborotadores. Eran jóvenes, pensó la señorita Andrea Pomeroy sonriendo, pero muy fieles, pues tenía contabilizadas veinte asistencias.

Hizo una pausa para, en una hoja de papel aparte, contar con el servicio adecuado. Nunca le había fallado Mistress Anna Tiriac, casada con el cocinero y pastelero Mister Paul Tiriac, gracias al cual no le había faltado nunca una tarta de manzana en su fiesta. Sabía que podía contar con ambos, así como con la ayuda de sus cuatro hijas, Pamela, Susan, Diana y Jane, para servir la comida y atender a los invitados. Hizo cuentas y salían más de sesenta asistencias de la familia Tiriac a su fiesta.

Con su letra gótica alemana, cuyos elegantes rabitos hacían caracoles al terminar cada nombre, la señorita Pomeroy finalizó la confección de la lista de asistentes seguros a su fiesta de primavera.

Antes de revisar la vajilla que utilizaría al día siguiente, abrió su armario y contempló el vestido blanco que contaba con el récord de fiestas igualado por el doctor Heinwick. Se lo probó y sonrió otra vez al comprobar que su cintura encajaba sin esfuerzo. Como todos los años.

Se acostó y durmió con un sueño profundo y reparador.

Al levantarse, se sintió agradecida por un día que amaneció radiante y con olor a flores. Abrió la ventana y la saludó una brisa fresca.

Sin desayunar, se puso una bata y corrió al sótano. Allí encontró al doctor Heinwick, quien llevaba horas levantado y había inyectado ya el Diavital a la mayoría de los invitados a la fiesta de primavera de la señorita Pomeroy. Según despertaban, se vestían con ropa de gala que debían procurar no manchar ni arrugar y se dirigían a la fiesta. La señorita Pomeroy esperó a su lado hasta tachar al último de la lista. No faltaba ninguno. Después fue a su habitación y se arregló para la fiesta.

Tenían la mirada algo perdida, pero todos sin excepción se instalaban en el salón de la casa estilo colonial, entregaban su regalo a la señorita Pomeroy, y tomaban el té acompañado de un trozo de tarta de manzana que siempre calificaban como deliciosa. Al caer la tarde, se despedían ordenadamente de la anfitriona y bajaban despacio las escaleras hasta el sótano, donde se desnudaban e iban quedándose aletargados.

La señorita Pomeroy los cubrió con mantas y guardó ordenadamente sus ropas hasta el año próximo. Era una tarea que había que realizar con el máximo esmero, y el doctor Heinwick la ayudaba encantado.

Antes de apagar la luz, los dos contemplaban al mejor grupo de invitados que se puede tener para una fiesta: Educados, divertidos y pendientes de ella año tras año. Con un suspiro teñido de melancolía, ella cerró la pesada puerta del sótano y subió las escaleras del brazo del doctor. El efecto del Diavital puro no le duraría mucho más.


GUANTES

-Esto es lo único que tenía en su estómago, comisario. Léalo por favor.

“No dispongo de ordenador ahora, ni quiero hacer ruido con la máquina antigua, pero es vital que quien lea este papel escrito a mano no me tome por un loco y haga caso a lo que cuento en él. No me queda mucho tiempo, sé que están cerca.

Prestad más atención a los guantes: Los guantes se presentan en tu vida como un regalo de otro. Casi nadie los compra para sí mismo. No sé la razón, pero ellos saben provocar que ocurra. Sucedió conmigo y con mi mujer, y pasará más veces si no se remedia. Por eso deben terminar este documento hasta el final. Y tenerlo en cuenta. Los de Sara y las demás mujeres están a la altura de los ojos de los hombres, uno de los estantes más altos. Si fuera necesario, sabrían trepar en el mueble, o bajar para ser vistos. Basta con dejar sobresalir un poco un solo dedo, el pequeño, para llamarnos la atención con sus colores chillones y variados, a sabiendas de que caen simpáticos y son bien recibidos, con su tacto bien de lana acogedora o piel suave. Cualquier encargado los distribuiría para hacerlos más visibles y detenernos.

Los que vi, o los que tuve que ver, eran de color rojo intenso, carmesí, y al comprarlos quise asegurarme de que le sentarían bien a Sara. Una dependienta joven me vio y miró el reloj calculando la hora de cierre. Sin preámbulos, me dijo que le cogiera la mano, lo hice y entrelazó sus dedos con los míos. Me preguntó entonces si al coger la mano de mi mujer tenía la misma sensación de manos grandes y protectoras. Le dije que sí y se volvió al estante. Me dijo que la talla que ya envolvía en la bolsa era la que me convenía. Pagué y me fui.

Al volver a casa, conté a Sara el incidente después de regalarle los guantes y ella se rió con picardía al principio y a carcajadas después, cuando me regaló los míos, de un color marrón muy oscuro. Ella no había utilizado ningún pretexto para hacer manitas con un dependiente joven.

Sara y yo cumplimos años el mismo día y ella, el día antes, compró los guantes para mí; me confesó que, como yo, se vio en apuros el día anterior sin nada comprado para regalar, y odiaba ver la decepción del olvido en mi cara. Los guantes saben estas cosas y están ahí, esperándonos en los grandes almacenes, a última hora de la tarde.

Cenamos solos en casa, y recuerdo el sabor del vino que tomamos y el de sus labios.

Recogí con rapidez la mesa y al volver de la cocina me dio un vuelco al corazón: Sara estaba casi desnuda en el sofá: Tenía sólo los guantes puestos.

Cuando desperté por la mañana, gracias a un rayo violento del Sol en mi cara, ella seguía dormida e intenté llamarla. Pero no me salía la voz. Fui al baño y me duché. Al limpiar el vaho del espejo para afeitarme, vi la señal roja alrededor de mi cuello. Seguía sin poder hablar, pero desperté a Sara con un beso en la cara y una caricia bajo la sábana.

Al abrir los ojos, se quedó sorprendida. Con sus manos libres me acarició el cuello y me preguntó qué me había pasado. Le indiqué con gestos mi afonía y al ver los guantes en el suelo reímos recordando la deliciosa pasión de la noche anterior, larga y llena de juegos.

Me hizo gracia al contarme cuánto le había costado quitarse los guantes.

Después de beber un té caliente con miel, como todos los días, mi voz sonaba de modo natural y me fui a trabajar. No hacía frío y cogí sólo la chaqueta, pero al ver los guantes junto a mi maletín decidí llevármelos.

Esa tarde, cuando volví a casa, Sara estaba muerta. Había sido estrangulada.

No había nada que indicara una puerta abierta, ni una ventana. El contestador no tenía mensajes ni llamadas perdidas, ni ninguna vecina la había visto.

La policía estableció la hora de la muerte unas cuatro horas después de que yo saliera de casa. Ese día Sara tenía el día libre y se dedicaría a pasear por el centro para buscar un par de libros necesarios para su trabajo. No llegó a salir de casa. Yo tenía coartada, la de los vecinos y mis compañeros, que me recogen en coche en la puerta de casa.

Entonces vi los guantes. Estaban sobre la mesa del recibidor, en la misma posición que antes de comprarlos, juntos y con la etiqueta puesta. Sé que la corté y la tiré a la basura, pero no había tirado la bolsa esa mañana.

A los dos días, después del entierro, decidí volver a trabajar. Cuando llegué a casa, el sobre con el informe de la autopsia estaba en mi buzón, confirmando la primera evaluación: Sara había muerto por asfixia, estrangulada.

Por teléfono, y con todos los formalismos, fui citado a declarar en la comisaría. Acudí temprano y lo primero que hizo el inspector fue fijarse en mi cuello al no llevar corbata. Su mirada y un gesto de su mano preguntaban por la coincidencia de las marcas rojas. No supe qué contestar. En su copia del informe leyó que Sara había intentado gritar mientras vivía, pero que no pudo hacerlo. Mi cabeza no era capaz de pasar de la imagen mental de los guantes en el suelo, aquel día después, y la voz de Sara diciendo que casi no pudo quitárselos para dormir.

Mi silencio era una losa para mí. El inspector salió de la sala donde me tomaba declaración y cuando entró de nuevo fue para decirme que no había cargos contra mí, pues todos los testimonios de vecinos y compañeros hacían buena mi coartada.

Regresé a casa.

Saqué mis papeles de la cartera para obligarme a pensar en el trabajo. En el fondo del maletín, junto a un expediente casi terminado, estaban mis guantes. Los dejé allí, en la mesita.

Trabajé hasta tarde y me quedé dormido en el sofá hasta que una noticia me sobresaltó en la televisión y me levanté para apagarla. Estoy seguro de que ese movimiento me salvó la vida. Al lado derecho de mi cabeza, en el respaldo, descansaba un par de guantes, el marrón, apoyado con las palmas hacia abajo. A la izquierda estaba el rojo, plácidamente colocado como en el estante, dispuesto a ser adquirido de nuevo. O con su trabajo hecho y pendiente del otro, pensé.

Yo estaba muy nervioso. No sabía qué hacer y pensaba en una guerra contra un par de guantes que no podrían moverse como yo, ni saltar. Ellos, como mucho, agarrarían alguna cosa, pero nada más. Miré el fuego en la chimenea, donde crepitaban los últimos trozos de encina que puse por la tarde. Y ellos también lo vieron, estoy seguro.

Con el palo de una fregona, enganché al par rojo por el hilo que le unía al ticket de compra y los hice volar hasta el fuego. Cuando miré al par marrón, su postura había cambiado y ahora las palmas apuntaban al techo, buscando mi compasión. No la tuve y con el mismo procedimiento los lancé a la chimenea.

Puse la extracción a la máxima potencia y no respiré en casa nada del humo negro que se produjo mientras ardían. No esperé más y subí a mi habitación.

A las cuatro de la mañana, los bomberos me despertaron, a mí y a todo el vecindario, con sus sirenas, sus hachas y sus mangueras. Mi salón ardía por los cuatro costados, pero no podía oler nada, ya que el humo no entraba en casa.

Al amanecer, repasé los daños y firmé los papeles para que el seguro se hiciera cargo de todo.

Un bombero joven, sonriendo, me entregó los cuatro guantes. Me dijo que la fibra con que los fabrican hoy día hace difícil su combustión, que quizá sólo habría ardido la etiqueta de papel que traían cosida desde la tienda. Le pedí que los dejara en la mesa de cristal y salí con él al jardín.

Le dije que me estaba volviendo loco y él, profesional y comprensivo, me dio una palmada en el hombro. Sé que imaginaba mi abatimiento por la muerte de Sara y el incendio, y no fui capaz de contarle nada sobre los guantes. Mientras hablaba con él miré a la casa y estaban pegados al cristal como manos que se asoman por la ventana de la cocina.

No tuve valor para entrar por la puerta. Pedí al bombero que me ayudara a entrar en mi habitación gracias a su escalera mecánica y así pude ganar tiempo. Saqué algo de ropa, mi cartera, el reloj, puse todo en una maleta y en la misma escalera mecánica bajé a la calle.

Llevaba unos días viviendo con mi compañero de trabajo, gracias a la excusa del arreglo y la pintura de mi casa, y ayer, por primera vez desde que empezó todo este embrollo, salimos a tomar unas cervezas. En el bar, mi compañero me pidió consejo para hacerle un regalo a su novia. Mi respuesta incluyó libros, flores, bombones, joyas y un viaje. Cuando él me preguntó si no me parecían bien unos guantes le dije que no, pues eran el recurso de quien compra un regalo a última hora. No lo pensó y se decidió por un libro y un viaje. Le hablé con tranquilidad mientras mi corazón latía a campanazos.

Ayer noche, al volver a casa de mi compañero, recibí una llamada. Era del trabajo, aunque era muy tarde, y mi jefe directo me pedía la copia de unos documentos antiguos, sin importancia, pero que había borrado del disco duro de su ordenador.

No fui capaz de decirle que no los tenía encima, que mi copia estaba en casa.

Pedí a mi compañero que fuera a recoger los discos y le esperé en la casa de un vecino, justo al lado, con quien solemos ver los deportes. Pura precaución.

Llegó tarde y suspiré de alivio, pero se me heló la sangre al ver los moratones en su espalda cuando se cambió de camisa. Le llamé la atención sobre ello y con un guiño me dijo que había ido con una amiguita a mi casa, que una cosa llevó a la otra y que se habían quedado dormidos un buen rato “después”. Le pregunté por la mujer y me dijo que estaba bien. No le dio importancia.

Intentaba quitarme de la cabeza la idea disparatada, pero no podía. Ni podré hacerlo nunca.

Ahora que termino de escribir esta nota sé que voy a morir. No puedo enviarla por correo electrónico, pues están cortadas las comunicaciones. No tengo donde ir. Se han apagado las luces de la oficina y la puerta de mi despacho está cerrada por fuera.

Mi compañero, cuando fue a por la copia del disco, encontró mi maletín sobre la mesita del recibidor. Al salir, la recogió para que esta mañana estuviera en mi despacho. Y allí estaban, dentro, esperando hasta encontrarme.

Sólo temo que nadie encuentre este papel. Ellos registrarán todo, y mis bolsillos primero. Quizá si lo guardo en una pequeña bolsita de plástico y me lo trago…”


RENUNCIA

Paquita ha servido en casa desde hace más de veinte años. Se sabe de memoria la distribución de los muebles, las cortinas y la ropa. Siento que haya decidido irse.

-No es por el dinero, señorita -me dijo muy seria-. Es que del susto me han salido canas hasta debajo de los brazos. Y la lavadora ha habido que tirarla.

No suelo dejar que los hombres con los que salgo se queden a dormir en casa y la única excepción a esta regla estuvo a punto de acabar en fatalidad. Y es que, aunque la ropa de mi cama cuadrada de dos metros de lado pesa muchísimo, Paquita la coge toda hecha una piña y la mete en la lavadora de carga máxima que me traje del hotel.

Menos mal que el programa de centrifugado arranca despacio. Y fueron los golpes de la cabeza contra el tambor lo que hizo que Paquita parara la máquina. De haber tardado un minuto más, el hombre invisible se habría ahogado entre mis sábanas, junto al resto de la ropa blanca, antes de despertarse.


 

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