Francisco Romero

Gracias a Rayuelo

 

StockSnap: El niño lector

 


 

Para nadie es fácil presentarse como un perdedor. Como tal me presento para no andarme con rodeos. Yo soy un libro de feria, no de los que se venden en grandes eventos como la feria del libro, sino uno que lleva casi toda su existencia colocado en un puesto de los mercadillos de las ferias patronales de los pueblos buscando la oportunidad de que un comprador me considere digno de formar parte de su biblioteca, o de una modesta colección de libros. Aquellos que esperen encontrarse con el relato de alguien trascendente, pueden abstenerse de seguir leyendo.

Mi título no lo voy a decir porque tiene poca importancia dado el escaso interés que provoco entre los potenciales compradores, pero si tienen interés por identificarme como un ente impreso autónomo, pueden llamarme Anónimo, que es un nombre que se adapta muy bien a mi personalidad de discreto observador y nula participación en los acontecimientos que me rodean.

Sé muy bien que mis páginas no dan cobijo a un buen texto, aunque su autor gozó de una breve fama con su primera novela, lo que ocasionó que tuviera que darse prisa con su siguiente obra para satisfacer las necesidades del mercado, y fue un completo fracaso. Después, el alcohol y las drogas lo sacaron de la literatura para convertirlo en un pobre hombre que ni siquiera servía para inspirar al personaje de un perdedor en su viaje a los infiernos, por ser un tema que tiene más que saturado el mercado literario. Ni siquiera sé si murió, aunque para un escritor no hay muerte más cruel que el olvido. En la actualidad puede que lo recuerden unos pocos de los lectores más veteranos, que a veces me miran con cierta compasión, como si pensaran que esa peregrinación de feria en feria supone el particular purgatorio de los libros desdichados que nunca debieron ver la luz.

Si mis páginas hubieran pertenecido a otra resma de papel, puede que me hubiera convertido en una copia del Quijote, de Cien años de soledad, o de Guerra y paz. Claro que también podría haber dado cabida a algunos de esos textos que están en la memoria de todos y que no merece la pena mencionar porque forman parte de la vergüenza colectiva del hombre como especie.

Cuando digo que he pasado casi toda mi existencia en las casetas de feria, me refiero a que el primer año permanecí en el almacén de libros de la editorial metido en una caja de cartón, a la espera de que me incluyeran en el pedido de algún distribuidor o librería, pero pasado ese tiempo, y a causa del fracaso en las ventas, los dos mil ejemplares que quedábamos fuimos entregados por un precio inferior al de coste a un distribuidor especializado en saldos para que los colocara en librerías de viejo, casetas de venta ambulante y puestos de feria. Yo fui adquirido junto a diecinueve de mis colegas por Evaristo Alcaide, que en los buenos tiempos llegó a tener hasta diez puestos de venta ambulante girando por España, tanto en ferias como en mercadillos. En los últimos tiempos y debido a la crisis económica, la flotilla de Evaristo ha quedado reducida a tres puestos; y él, con pesar, dice que llegará un día en que las casetas de libros desaparecerán de las ferias, con lo que la cultura se alejará para siempre de los pueblos.

Matías, el responsable del puesto en el que comenzó a cambiar mi existencia, llevaba pocos meses viajando porque los sueldos que pagaba don Evaristo, unido a la vida nómada de los feriantes, provocaba que los vendedores abandonaran en cuanto aparecía la opción de otro trabajo. Yo había pasado por siete de los puestos de Evaristo durante mis veintidós años de carretera, conocía a diecinueve vendedores distintos y había estado expuesto en más de ochocientas ferias y mercadillos, y todo ello sin que nadie considerara adecuado pagar las novecientas pesetas con que salí a la venta al principio, o los tres euros en que me valoraron en los últimos tiempos, incluso menos si se tiene en cuenta que llegué a estar incluido en ofertas de tres por dos.

En confianza, durante muchos años lo hubiera dado todo por contener una obra de postín que ocupara un hueco importante en una cuidada biblioteca, pero hubo un día en que dejé de envidiar esa opción; en concreto, cuando conocí a Rayuelo. Supongo que los lectores más espabilados pensaran que se trata de una errata y que me estoy refiriendo a Rayuela, la mítica novela de Julio Cortázar. Tienen razón, ese es el título de la novela que estaba impresa en sus páginas, pero yo no me refiero a una obra literaria, sino a ese ente llamado libro, que en su caso era un volumen de seiscientas setenta y dos páginas con tapa blanda, solapa y encuadernación en rústica, editado en el año ochenta y uno. Rayuelo era el nombre que yo le puse a ese libro. En el caso de haber más ejemplares de la obra en el mismo puesto le hubiera tenido que poner otro nombre para distinguirlo, pero lo bueno que tiene viajar conociendo el mundo en una caseta de feria es que no suele haber más de un ejemplar de cada obra, por lo que eso te concede cierta categoría como individuo. No eres uno más entre los miles de ejemplares clónicos que salen de la imprenta metidos en cajas agrupadas en palés, sino un objeto particular dotado de su propia idiosincrasia. En las grandes librerías, cuando se dan cita cincuenta o cien ejemplares de un mismo libro, el comprador no repara en la individualidad de cada uno de ellos, sino que elige uno del montón, sin ningún criterio, y eso es doloroso para la autoestima, porque mi vecino y yo podemos tener el mismo formato y contener las mismas palabras, pero no somos iguales y nuestro destino depende de la elección que haga el comprador.

Recuerdo que conocí a Rayuelo en la feria de Almagro de 2005, cuando Matías, que apenas si llevaba un mes al frente del negocio, decidió colocarnos juntos, manifestando un escaso sentido estético porque los dos teníamos características y contenidos muy diferentes. Yo era la cuarta vez que acudía a esa feria, por lo que estaba acostumbrado a ver el puesto de turrones enfrente, y a que me llegara el intenso olor de las berenjenas y encurtidos que había al otro lado del de los juguetes, justo delante de los chozos donde los parroquianos consumían muchos miles de botellines durante los días de feria.

Me acomodé lo mejor posible en el escaso espacio que se me concedía para permanecer expuesto. Estaba preparado para observar lo que pasara a mi alrededor porque con la experiencia que dan los años había desarrollado una interesante faceta filosófica, no exenta de un agudo sentido crítico sobre las relaciones que mantienen los humanos con los libros. Durante muchos años deseé que me alguien me sacara de aquel lugar carente de clase, y cuando veía que los presuntos lectores se acercaban a mirar los libros apilados, entraba en competencia con otros colegas suplicando que me eligieran, lo que suele ser fuente de hostilidad causando numerosas rencillas, y mucha envidia cuando veía que iban eligiendo a otros volúmenes, mientras nadie consideraba que mereciera la pena desembolsar unas cuantas monedas por mí.

La tristeza por los continuos desaires y el resentimiento contra los más afortunados, acabaron por dar paso a la depresión, al pensar que no merecía la pena seguir existiendo si nadie me quería. Incluso llegué a consultar a los numerosos libros de autoayuda que viajaban conmigo de pueblo en pueblo, pero no tardé en darme cuenta de que eran unos pedantes que presumían de sabios, pero no tenían la menor noción de los sentimientos reales de sus congéneres, como si estuvieran idiotizados por las palabras rimbombantes que contenían y que consideraban una panacea universal para todos los problemas del Universo.

El día en que conocí a Rayuelo, lo que más me llamó la atención no fue que me colocaran al lado de un nuevo libro que no tenía nada en común con los que estábamos condenados a peregrinar, sino ver que él estaba literalmente acongojado. Vamos que tenía los congojos colgados de la parte superior de la solapa. Entonces pensé que tenía el infortunio de compartir espacio con un novato, a pesar de que se trataba de un libro curtido con más de veinte años de experiencia.

En principio no tengo nada contra los novatos, pero por regla general son muy pesados y no paran de hacer preguntas absurdas. Reconozco que en otro momento de mi existencia me hubiera ensañado con su debilidad porque no siempre he sido sabio, y hubiera compensado mi complejo de inferioridad haciéndole ver un futuro tortuoso. A veces lo hice junto a otros colegas con algún debutante, y nos servía para reírnos mucho durante un rato, pero con el tiempo comprendí que era ridículo limitarse a buscar unos instantes de placer a costa de recrearse en el sufrimiento ajeno.

Ante la manifiesta angustia de Rayuelo, decidí asumir un papel protector, y le di unos cuantos consejos básicos para que no se tomara su nueva situación como un cruel castigo por haber perdido el aprecio de los humanos. En realidad, había algo que era mucho más doloroso en su pesar, y que a todos los libros nos aterra. Su ansiedad estaba causada porque existe una ley no escrita en nuestro gremio que dice que la ubicación temporal en puestos de feria o en librerías de viejo se convierte en el paso previo a los contenedores de reciclado de papel, nuestro cementerio particular, que al mismo tiempo también supone el infierno porque el reciclado no supone el paso previo a la reencuadernación en un libro nuevo y feliz que sea amado por todos.

Conmovido por la debilidad y falta de autoestima de Rayuelo, le dije que no tenía motivos para perder la fe en su valía. Él no pertenecía a la estirpe de los perdedores, a los que estábamos marcados con el estigma de la inutilidad de las palabras que conteníamos. Un libro con clase como él, pronto nos abandonaría para encontrar un nuevo lugar donde exhibirse puesto que lo tenía todo: una excelente hechura, se conservaba en buen estado y contenía uno de los textos esenciales de la literatura moderna. No tardé en ganarme su confianza porque se sintió abrumado por mis halagos, y entonces fue cuando me confesó que le aterraban los espacios abiertos y el desorden, algo que me llamó la atención porque entraba en conflicto con el propio texto que contenía.

Rayuelo reconoció que no conocía el mundo que había más allá de la sala en que siempre había estado. Desde la imprenta fue directamente a una librería en la que ni siquiera llegaron a ponerlo en venta porque fue encargado por un gran lector que tenía en su casa una biblioteca con más de siete mil volúmenes. Don Inocencio Olivares Ramoneda fue su comprador, y lo colocó con sus propias manos en el lugar que le había reservado en el apartado de literatura hispana, sección de narrativa argentina contemporánea. Situado codo a codo junto a otros prestigiosos colegas, llegó a sentirse un baluarte de la cultura universal.

Entonces le pregunté cuántas veces había abandonado su lugar en la estantería para que lo leyeran personas instruidas. Ante mi estupor, me dijo que bastantes veces lo habían sacado para hojearlo, pero únicamente dos para leerlo en su totalidad, y reconoció que en esa situación estaba bastante incómodo porque se sentía desnudo ante los ojos inquisitivos del lector.

No hacía falta ser un sabio para llegar a la conclusión de que Rayuelo solo había gozado de dos breves periodos de libertad durante más de veinte años, mientras el resto del tiempo lo había pasado emparedado entre otros dos volúmenes de narrativa argentina, más tarde supe que sus vecinos fueron: Historias de Cronopios y de famas, del propio Cortázar, y Zama, de Antonio di Benedetto. Sin ruborizarse dijo que para él suponía la situación ideal de un libro, algo que probablemente hubiera escandalizado al autor de las palabras que albergaba.

Fue aquel día cuando me di cuenta de que mi destino no era tan trágico como siempre había pensado. Para los autores supone un terrible desprestigio que sus novelas no se vendan ni a precio de saldo en los puestos de las ferias de los pueblos, pero los libros que nos vemos en esa tesitura somos unos privilegiados porque no vamos a permanecer en un lugar fijo durante el resto de nuestra existencia, y del que rara vez nos sacaran. Al menos en una biblioteca pública queda cierto margen de acción porque los libros están al alcance de muchos lectores, pero al pertenecer a un único lector la posibilidad de conocer el mundo queda mutilada.

Pensé si los propietarios de los libros habrían pensado en esa situación, y llegué a la conclusión de que eran tan egoístas que nunca hubieran concedido ni la más remota autonomía a los ejemplares que coleccionaban porque contemplaban los libros como cualquier otro bien material que no se debía compartir. Triste paradoja: mientras las palabras que contienen los libros deben ser sabias, su continente tiene que ser un esclavo ignorante.

Entonces fui yo el que comenzó a temblar al imaginar lo que habría sido de mi vida si hubiera estado condenado a ocupar un único punto en el universo durante toda mi existencia. Un sudor frío corría por los hilos que cosían mis páginas.

Por otra parte, comprendía el miedo de Rayuelo a lo desconocido porque no había disfrutado de otra forma de vida y gozaba de un supuesto lugar privilegiado dentro de un grupo de élite. Sufrió mucho al ver que todo se desmoronaba tras la muerte de don Inocencio. Entonces la avaricia de sus herederos provocó que la biblioteca se desmantelara y que los libros se vendieran al mejor postor.

Rayuelo no fue comprado por su valor individual, sino como un integrante aleatorio de uno de los muchos lotes que se hicieron, y un cúmulo de extrañas circunstancias lo llevaban a ocupar un lugar que no le correspondía junto a otros libros desahuciados en un pequeño puesto de la feria de Almagro.

Acostumbrado al silencio de la biblioteca, al olor a papel y a ver siempre a los mismos colegas impecablemente formados como si se tratara de un ejército presto para el desfile, comprendo que se sintiera abrumado por la anarquía propia de las ferias, donde el ruido de las escandalosas tómbolas compartía espacio con el olor a quemado de los pollos asados y con las connotaciones bélicas de las escopetillas de plomos, y donde un libro no tenía más valor que un paquete de almendras garrapiñadas o un viaje en el tren de la bruja.

Para consolarle por su miedo, y sabedor de que no le valdrían los argumentos que yo comenzaba a barajar sobre las ventajas de la existencia errática, le dije que no se preocupara porque los libros como él eran muy cotizados en las ferias y pronto ocuparía acomodo en una estantería que no sería tan lujosa como la anterior, pero en la que tendría su propio lugar y sería bien cuidado durante muchos años.

Rayuelo no consiguió que se acabara su trauma en la feria de Almagro, a pesar de que dos clientes lo estuvieron observando con interés. Unos días más tarde, en la feria de Daimiel, vi que un veterano lector que iba a la caza de gangas lo agarró nada más verlo y no regateó por el precio con Matías. Ese hombre había encontrado el libro que buscaba y había hecho feliz a Rayuelo al darle un destino en el que se pudiera considerar útil; y, sobre todo, desde donde dejara de ver como una sombra amenazadora el contenedor de papel.

Bastantes años después de aquella experiencia, y de nuevo en la feria de Almagro, sé que mi encuentro fugaz con Rayuelo fue decisivo en mi vida, y le debo dar las gracias porque descubrí que mi fracaso como receptor de una obra literaria de calidad era lo que me había servido para convertirme en un libro bohemio que gozaba del privilegio de viajar por cientos de pueblos para estudiar la actitud de sus habitantes durante las fiestas patronales.

Ahora tengo plenamente asumido que soy un libro feriante, anárquico y vivo que debe aferrarse al 'Carpe diem' porque cualquier feria puede ser la última para mí, y no porque un comprador piense que soy digno para ocupar un lugar en su casa, sino porque mi estado, después de tantos años de trajín, está muy deteriorado.

De la caja de cartón al tablero del puesto, para ser devuelto a la caja unos días más tarde y viajar apilado en un furgón hasta llegar al siguiente pueblo. A eso hay que añadir las miles de manos que me han abierto para curiosear entre mis páginas, siendo fugaces todas esas relaciones porque ningún lector sintió interés por conocerme a fondo.

Supongo que podría considerarme como un viejo rockero que ha estado presente en miles de conciertos, sin ser protagonista, y que siempre vuelve a la carretera, aunque siendo consciente de que llega un día en que no se trata de un concierto más, sino de uno menos. Sé que estoy muy cerca del último, y sin la posibilidad de que me den uno de homenaje, pero lo que he visto ha sido hermoso y no tengo vocación de incunable.

La inmensa mayoría de mis congéneres son creados para contener toda la sabiduría de la humanidad en pequeñas dosis, y ese conocimiento lo deben entregar a los lectores que los posean sin cuestionarse su destino, pero unos pocos desahuciados tenemos el privilegio de cambiar el rol de mero recipiente de palabras por el de ente observador y crítico con la sociedad de su época.

 

La feria de Almagro ha terminado y Carmelo, el nuevo vendedor de esta temporada, está guardando los libros para llevarlos al furgón. Algo extraño pasa. Me ha dejado apartado a un lado cuando ha cerrado la última caja, y no parece dispuesto a llevarme a nuevas ferias. Al fondo observo el contenedor azul amenazante, como un gigante devorador que no hace distinciones entre un libro y unos vulgares cartones de embalaje.

Siento miedo, mis cubiertas han perdido su firmeza y mis páginas apenas si se mantienen unidas. Es el fin, y ese hombre ni siquiera me muestra una mirada compasiva. No le culpo, no está obligado a conocer la historia de cada uno de los libros que viajan con él de feria en feria.

Ya ha guardado todas las cajas en el furgón y está desmontando la estructura de hierro que soporta los tableros. Yo espero con angustia en el suelo a que recoja la basura. De repente veo que ha aparecido un niño y observa a Carmelo mientras desmonta. Entonces repara en el libro que yace agonizante en el suelo y se acerca. Me coge entre sus manos y pasa mis páginas sin detenerse a leer porque todavía no tiene edad para aprender. Carmelo mira al niño y le dice que si lo desea puede llevarme con él. El crío sonríe y echa a correr conmigo bajo el brazo. Es hermoso correr junto a un niño descubriendo lo mismo que él. No imagino un mejor final para un libro.


 

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