EL VENDEDOR DE VIENTOS
Las pequeñas campanas que colgaban de su sombrero extendían bajo el cielo nuboso un tintineo agudo y casi místico. Su avanzar era lento, como si una mano muy gigante y amiga lo empujase suave.
Desde la holgada capa color humo fue sacando botellas. Tantas que el crononauta borró de su mente la palabra imposible. Conforme las ponía sobre la mesa, junto al sextante y la brújula, iba diciendo: Yo vendo vientos, ¿sabe usted? Vientos para los marinos, principalmente. Aunque también brisas leves para ayudar a que seque la ropa o para aliviar los días de calor por las tierras de adentro. Así hablaba conforme iba colocando las botellas que, cada una de un color, formaban todas juntas una figura caprichosa. En esta azul traigo el albornez, que baja desde el norte, hiela las manos duras de los labradores y vacía las frascas de aguardiente a bordo de los pesqueros. En la anaranjada viene el austro del desierto que la mar templa un poco, pero no tanto que no siga despertando las ansias del amor o la ensoñación febril de los poetas sureños. Bueno para la pesca. Dicen que cura las melancolías. En la roja está el céfiro, impregnado de olor de flores de nadie sabe dónde. A lo mejor, he pensado yo y disculpe mi ignorancia, cuando el sol se hunde por el poniente que parece una rosa en eso se convierte. Bueno. En la botella amarilla está el mistral, en la verde el gallego, el siroco en la malva.... ¿Y en esta negra? -preguntó el crononauta-. ¡Ni se le ocurra abrirla! Ahí tengo un tifón, un hurivarí sin patria ni destino, salvaje como un dragón, que no respeta a nadie. ¿Qué?, ¿me compra?.
El crononauta sonrió, miró a lo lejos, hacia las colinas color esmeralda y aspiró voluptuoso el aroma que había dejado el último chaparrón. Póngame una de cada -dijo complaciente-. ¡Menos la negra! -advirtió el vendedor-. Eso, menos la negra. Ya verá usted, señor marinero, como ajusta sus singladuras y orienta su rumbo. ¡Ah! El viento no se agota, ¿eh? El viento no se agota nunca. Claro, claro -asintió el crononauta mientras lo despedía y lo veía perderse por las colinas entre el sonido de plata de las campanillas y la voz, alegre por el negocio hecho, que pregonaba: Vientos, vendooo vientooos. Del sur, del oeste, del este, del nooorte....
LANCELOT
Llegó saltando, como un corzo joven, por la tarde, pañuelo de pirata en la cabeza y el fondo de los ojos lleno de juegos y canciones.
Golpeaba al pasar con una vara de fresno como espada las viboreras espinosas que atacaban sus piernas desnudas. Las lagartijas, minúsculos dragones, huían por la arena. Entre maravillas y amapolas llegó a los pies del barco o casa, dio un mandoblazo al aire para oír el zumbido, miró un instante una cometa roja que mordía el cielo y llamó al capitán.
El crononauta se asomó por la borda o por la tapia. Lo llamó Lancelot al saludarlo, le preguntó sobre monstruos alados y princesas y entonces el niño percibió los tonos mágicos e insospechados de los colores del día, vio banderas de seda ondeando en los confines del paisaje primaveral de ensueño y castillos de cristal muy lejos, lejos...
Pequeño ángel herido, mostraba en la piel y en el alma signos de una violencia enloquecida. En la memoria, que su mirada inocente rechazaba, se le enredaban un cinturón de cuero, un puño inmisericorde y un ejército de gritos. Sonrió. Y la mancha negra del pómulo se dilató como una nube sombría. Saludó alzando la mano como un antiguo caballero, remolineó dos veces en su montura imaginaria y desapareció al galope entre las retamas y los siempreverdes.
El crononauta miró triste el espacio invadido de aromas de pinocha y rumor de olas remotas. Un brillo líquido iluminó su cara como el trino del jilguero que cantaba en las lantanas oscuras.
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