Desconchones
Me acuerdo de un desconchón en la pared del baño en casa de Fran y Tim. Me acuerdo de cómo lo descubrí, allá medio escondido entre la bañera y el póster azul de los delfines. Recuerdo que acababa de tirar de la cisterna y me disponía a salir, sin lavarme las manos, cuando escuché el inconfundible clic, rrrrrr, clac, rrrrrr de los transmisores de la policía. Había sonado tan cercano que instintivamente me volví y fue entonces cuando mi vista se tropezó con él. Recuerdo que tenía forma de isla caribeña, y que pensé en levantar el póster azul de los delfines para ver hasta dónde llegaba, pero el sonido se intensificó y opté por encaramarme al borde de la bañera para mirar por el ventanuco que daba al jardín. Allá afuera nada parecía haber cambiado durante los breves minutos que permanecí en el baño: Fran, Tim y Lisa seguían sentados alrededor de una mesa de hierro redonda que encajaba en el pequeño jardín que encajaba entre dos casas. Allá afuera no había rastro de uniformes ni de conflicto que los hubiese podido atraer. Me olvidé del desconchón y salí del cuarto de baño.
Antes de volver con mis amigos, recuerdo que pasé por el salón y eché una ojeada a la calle desde la ventana, que vi gente congregada frente a la casa de al lado, y que supe que estaban dentro, porque en aquel barrio de mayoría afrocaribeña, la gente salía a la calle cuando la policía entraba en una casa, y se metía en casa cuando la policía pasaba por la calle.
Al llegar al jardín, oí retazos de lo que ocurría en casa de los vecinos, y recuerdo tener la sensación de estar asistiendo a algo sin haber sido invitada. Primero la voz de una mujer, conciliadora, “Venga con nosotros”, clic “por favor” clac. Acto seguido, fuerte y alterada, la de un hombre joven, “¿Quién los ha llamado, tú o él? ¿Es que ya no te acuerdas de quién te defendió la última vez que te quiso romper la cabeza contra la pared?”. Luego otra voz, de mujer mayor, cansada, que respondía, “A ti sí que no te ha llamado nadie, vete de aquí”. La siguiente voz era de hombre, más contundente, “Cálmese”, clic “y venga con nosotros” clac. Y aún otra voz masculina, ronca, pesada, “Hagan el favor de llevárselo de aquí o voy a..., o voy a...”. Finalmente la de una mujer joven, más liviana, más ajena, “Es el último domingo que vengo a comer. Basta ya. ¿Quién quiere más té?”.
Me acuerdo de que nosotros miramos nuestras tazas vacías y Lisa sirvió más té, con cuidado, pues la tetera de Fran tenía el pitorro roto y derramaba el liquido. De las voces nos separaban el muro de ladrillo rojo del jardín y, más tarde, la música de Tim al piano, que se había levantado en silencio, entrado en la casa y puesto a tocar. Mientras picoteaba pastelitos de pistacho de la tienda libanesa, noté un desconchón mohoso en la mesa de hierro y pensé que tenía forma de ex república soviética, o de país del Magreb, o de fiordo nórdico. Porque lo que estaba ocurriendo al otro lado del muro podía estar sucediendo en cualquier país del mundo, en cualquier tarde de domingo, en cualquier casa de vecino.
Londres, julio 1995
LA ESPADA DE TEJO
Que me empalen si entiendo por qué la cogí. Entré a por no recuerdo qué al invernadero y allí estaba, entre las cosas de Iona, envuelta en una manta escocesa de cuadros rojos y negros, con la empuñadura al descubierto. No tenía ninguna intención de llevármela. Ni muchísimo menos de clavarla en la tierra. Pero bastaron tres golpes secos para que su hoja de tejo atravesase la piedra caliza como si fuese un pastel de queso. Y ahora la muy jodida se niega a salir. Es como si algo la estuviese agarrando allá abajo...
Es la segunda vez que la veo. La primera fue hace una semana en el estudio de Iona, donde solemos pasar tantas tardes juntos. Ella, absorta en su talla de madera y yo en mis lecturas, unidos por la música de un álbum recién descubierto o de uno antiguo y revisitado, sin que nos falte nunca esa pizca de hierba que ralentiza el tiempo. Es casi un ritual del que no me canso: caminar despacio hasta el final del estrecho callejón, pasar uno tras otro los talleres de reparación de chapa de automóviles, con sus inagotables y ensordecedores ruidos, hasta entrar en el pequeño garaje que ella misma ha habilitado como estudio.
-¿Una espada de doble filo? -pregunté el día que la vi por primera vez.
A menudo Iona me hace prometerle que no preguntaré nada sobre las piezas en las que trabaja hasta que no estén terminadas. Esa ya parecía estarlo. Me extrañó mucho no haberla visto antes e imaginé que habría trabajado en ella durante las mañanas. Recuerdo perfectamente lo que me explicó.
-Es una espada de la sabiduría.
Me lo había dicho mientras pulía la hoja inclinada sobre la mesa de trabajo, mientras el olor dulce de la cera virgen de abeja, suspendido en el aire, se mezclaba con la música. Yo me había callado, que era mi forma de pedirle que siguiese contando porque, cuando quiero, a buen escuchador no hay quien me gane. Iona se quedó en silencio unos minutos antes de enderezarse, quitarse el pelo de la cara con un gesto decidido y dejar de ignorarme.
-Sí, una espada de doble filo -dijo ofreciéndomela por encima de la mesa. Luego me fue hablando de su simbolismo-. El lenguaje convierte nuestra experiencia en un mundo de opuestos, y por eso nos hace falta una sabiduría de doble filo que atraviese los conceptos de dos en dos para que podamos experimentar la realidad directamente.
Al cogerla me sorprendió su levedad. La extraña forma de la empuñadora me intrigó, pero no me dio tiempo de formular pregunta alguna, pues ella se adelantó.
-La empuñadura representa una vajra de la experiencia directa, -continuó dejando su lado de la mesa y acercándose a mí-. Es un cetro ritual que combina las cualidades del diamante y el rayo. Los diamantes son tan duros que casi nada los puede cortar o arañar; el rayo, por otro lado, es una fuerza capaz de hacer añicos cualquier cosa que se interponga en su camino. Mira. ¿Ves esta forma circular en el centro? Simboliza la unidad primordial de la que el lenguaje nos aleja. Y las flores de loto en cada uno de los extremos representan el mundo de los opuestos. Las cabezas que sobresalen de los lotos pertenecen a la makara, una criatura de naturaleza anfibia que sugiere un encuentro entre el consciente y el subconsciente.
Me fijé en un lado de la vajra y luego en el otro; la simetría era perfecta.
-Un lado de laa vajra representa las cualidades negativas que nos mantienen prisioneros en el mundo de las vanas ilusiones. El otro lado simboliza las cualidades que nos podrían liberar. Los dos extremos están unidos por este eje vertical... -siguió explicando Iona.Me removí inquieto y dejé de prestar atención a la espada. La luz ámbar del flexo, que se derramaba sobre la mesa, se tragaba las volutas de humo que salían del cenicero. Eran formas en constante movimiento que contrastaban con la consistencia de las palabras. Sentí la necesidad de llevar la conversación hacia otro lado.
-¿Sabías que en la simbología cristiana una espada llameante en cada puerta separa a los humanos del paraíso? -dije por si se disponía a enumerar algún listado de cualidades que me pudiesen liberar de algo, no sabía bien de qué.
-La espada de doble filo y la vajra son símbolos budistas. Sólo que -añadió Iona encogiéndose de hombros pues intuía que mi atenta escucha estaba tocando a su fin-, en el budismo es una espada de metal. En la punta, el frío acero sostiene una llama de fuego: ese es el justo lugar donde el espacio y el tiempo desaparecen. Pero mi espada está hecha de tejo... Y que sepas que no tenía ninguna intención de largarte un sermón me dijo un poco a la defensiva.
Acto seguido me la quitó de las manos y la blandió en el aire, como queriendo partir el ruido ensordecedor de una máquina de cortar chapa que se había apoderado de la habitación en el silencio entre dos canciones.
Esa fue la primera y única vez que la vi, hasta hace un rato cuando la cogí del invernadero y la clavé en la tierra no sé por qué. Los impávidos ojos de las makaras no me dan pistas sobre cómo sacarlas de donde están. Tampoco parecen guardarme rencor por haberlas golpeado con un mazo. Temo mucho romper la espada al intentar sacarla, pero lo que más temo es que Iona aparezca y se dé cuenta de lo que está pasando; ni me atrevo a pensar ella por si invoco su presencia. Miro a mi alrededor para cerciorarme de que realmente sigo solo en el vivero, rodeado únicamente de semilleros ya plantados, de arriates con brotes nacientes de fresnos, sauces, castaños, espinos, robles... Llevo toda la mañana abriendo huecos en la tierra con una barra de metal y un mazo para plantar varas de sauce. Es una tarea pesada, sobre todo en un día como hoy, cuando las nubes no paran de descargar una llovizna continua, ni el viento de azotar sin piedad esta parte alta de la colina. No acabo de entender cómo se ha podido hundir en la tierra con tanta facilidad. Aquí, a cinco kilómetros de Brighton y a otros tantos del mar, el terreno es duro, pura piedra caliza por debajo del metro de profundidad. He de sacarla de donde está cómo sea.
Agarro la
empuñadura que Iona ha tallado con tanto esmero, cierro los
ojos, respiro hondo y concentro todas mis fuerzas en un punto. Tiro.
Las venas de mis manos se inflan y se vuelven ríos azules
que circulan espesos bajo mi piel. Sigo tirando. Con cuidado al
principio y después aumentando la tensión.
Mantengo el esfuerzo durante un largo minuto antes de abandonarlo,
porque los músculos de la espalda se me tensan
peligrosamente. La espada no se digna a moverse. Lo intento una y otra
vez. Nada. Pero no me rindo. Me pongo los gruesos guantes de
jardinería, me agacho y la agarro por debajo de la
empuñadura, por el trozo de hoja que ha quedado fuera. Con
la vista más cercana al suelo observo un grupo de hormigas
que transporta con facilidad cargas de dos y tres veces su propio
tamaño. Si ellas pueden, yo también. Tiro con
fuerza. La espada sigue sin inmutarse y las makaras
continúan impasibles. Aunque juraría que ahora me
miran envalentonadas, como si allá abajo una nueva hermandad
con algo de su propia naturaleza las hubiese hecho más
fuertes. La hoja podría estar dañada. Recuerdo
que Iona me contó que la madera de tejo es flexible pero
resistente, que los antiguos sajones la utilizaban para hacer arcos y
flechas. No sé. Lo mejor por ahora va a ser camuflar la
empuñadura con unas ramas de zarza mientras termino de
plantar las tres varas de sauce que me faltan e irme a comer. Esta
noche, amparado por el sueño del parque, volveré
a rescatarla.
II
Aparte de un camión que me adelanta y hace temblar la bicicleta, la carretera que conduce al vivero y al vecino pueblo de Lewes está desierta a las tres de la mañana. Pedaleo contra el viento, rebasando las últimas casas adosadas de ladrillo del barrio de Moulsecoomb. La luna llena me acompaña una vez que dejo atrás las luces de la calzada. Luna, moon, lluna… Palabras. Sólo indicadores que apuntan a la luna, nunca la luna en sí. Ahora mismo no recuerdo quién me lo había dicho. ¡Cuánta razón tenía!
Al llegar a Stanmer Park, abandono la carretera y pedaleo sobre los céspedes, rodeados de bosque espeso, de lo que una vez fue la finca de una rica familia y ahora es un amplio parque municipal. Junto a la antigua casa señorial hay un pequeño cementerio. Como nunca antes había estado en él de noche, decido entrar a echar un vistazo. Me bajo de la bicicleta y camino por la vereda que conduce a la capilla, mientras mis pisadas van dejando huellas sobre la suave capa de musgo que la enmoqueta. Apoyo la bicicleta contra los muros de la capilla y las puntiagudas piedras de sílex que los recubren arañan mis manos. Las lápidas de las sepulturas, su verticalidad perdida con el tiempo, me observan mal alineadas como un batallón de cansados soldados. Así llevan muchos años, hasta 300 según las gastadas inscripciones, descansando juntos bajo la benigna protección de tres gigantescos tejos de cuerpos rugosos y retorcidos. Uno de ello, el más anciano, está hueco y abierto por un lado. Me dirijo hacia él con intención de penetrar en su hospitalario tronco, pero el césped empapado de rocío me lame los tobillos urgiéndome a continuar el camino. Recupero la bicicleta y la empujo cuesta arriba por la colina que hay detrás de la capilla. No importa que las cancelas que dan acceso al vivero estén cerradas de noche; conozco un punto donde las vallas de metal no se unen. Voy directo al grano: la espada sigue donde la dejé, aprisionada en la tierra, camuflada bajo las zarzas. Las makaras parecen contentas de volverme a ver. O al menos, yo lo estoy de que ellas sigan ahí. Las empuño, tiro suavemente y me obedecen sin oponer resistencia. Inspecciono la hoja de tejo recién liberada: está intacta y limpia, sin rastro de cal o de tierra, sin daño alguno, al igual que la empuñadura. Mi alivio es mayor que mi sorpresa. La devuelvo al invernadero y la arropo de nuevo en su manta de cuadros rojos y negros.
Quizá sea el fuerte olor ferroso que había notado lo que me impulsa a regresar al lugar donde estuvo clavada. Del boquete que la espada ha dejado en el suelo, como una herida, supura un líquido oscuro, un hilo diminuto que desciende hacia la entrada del vivero siguiendo la topografía del terreno. El hilo es rojo profundo y desprende destellos plateados de luna al deslizarse sobre la hierba verde. Reflejos de luna, nunca la luna en sí... Lo sigo. Lo sigo mientras serpentea en dirección a la ciudad, alejándonos del parque, cruzando los bosques que lo rodean y las colinas edificadas de Moulsecoomb, a través de los estrechos y a esta hora silenciosos callejones de Brighton, hasta alcanzar la playa. El olor ferroso deja paso a uno salado y el aire del bosque, a brisa marina. Desmonto y camino siguiendo el hilo que ahora serpentea veloz sobre los guijarros. La marea está muy baja y la luna se refleja en los charcos de mar atrapados sobre la arena húmeda. Vuelvo a montar en la bicicleta y pedaleo hasta la altura del viejo malecón, el West Pier. El armazón de metal que sostiene su inmensa estructura se enmaraña con el mar, la noche, la luna, el sueño...
III
-Despiértate, cariño. Tienes que venir a ver lo que está pasando en la playa.
Su voz tinta de ámbar mi sueño y deposita un beso en mi mejilla. Otro deambula por mi cara hasta dar con mis labios. No la he sentido ni llegar, ni acurrucarse vestida en la cama junto a mí y abrazarme.
-¿Qué hora es? -pregunto desorientado, maldiciendo las ropas y el edredón que nos separan.
Por respuesta, ella se levanta de un salto y descorre las cortinas en un acto más bien simbólico, pues mi piso es un sótano y hasta su interior apenas llega la luz, bien lo sabe. Bien sabe que sin mirar el reloj que hay sobre la repisa de la chimenea es difícil saber la hora aquí dentro.
-Es… bueno, un poco temprano, o tarde, según se mire. Yo aún no me he acostado. Venga, tienes que venir. ¡Y rápido! No creo que tarden en llevárselo -insiste.
Me lo dice ya de pie junto a la cama, tendiéndome una mano, desmantelando por anticipado cualquier excusa que pueda ocurrírseme.
-¿Llevarse el qué? -pregunto cada vez más confuso. Tengo la sensación de haberme acostado no hace mucho y su urgencia aumenta mi aturdimiento. Con precaución supersticiosa paladeo mi termómetro emocional. Hay gente que mira el termómetro al levantarse para ver qué tiempo hará. Yo tengo el mío propio incorporado. Me basta con paladear un rato la bola de acero quirúrgico que me atraviesa la lengua antes de salir de la cama y sé si el día empezará siendo dulce, salado, ácido, amargo... Así que le paso la punta de la lengua volviéndola hacia atrás, la froto contra el cielo de la boca, trago la saliva que se forma a su alrededor. Mi piercing sabe dulce esta mañana y eso me tranquiliza. Me levanto y tanteo torpemente entre la maraña de ropa que se amontona a los pies de mi cama en busca de mis pantalones. Los descubro en el suelo. Al introducir la primera pierna siento contra mi piel el desagradable contacto de la lona húmeda y fría de los vaqueros. Encuentro una camiseta y me la pongo. Me coloco unas sandalias, porque mis playeras no aparecen, y chancleteo en dirección contraria a unas huellas de pies mojados que veo en la moqueta. Chancleteo hasta la entrada del piso. Allí están las playeras, debajo de la bicicleta, empapadas. Allí se pueden quedar. La cabeza me pesa como si no fuese mía y mi cuerpo no responde con mucha precisión a mis mandatos.
-¿Es tan increíble lo que vamos a ver? ¿No puede esperar a que tome un café?
Lo pregunto sin convicción mientras veo a Iona sostener la puerta del piso abierta. La sigo escaleras arriba y salimos a la calle. Uno de sus pechos bota juguetonamente contra mi brazo cuando me pasa el suyo por los hombros. Su vitalidad mañanera, que normalmente me parece excesiva antes del mediodía, empieza a resultarme contagiosa. Le muerdo el lóbulo de la oreja y ella retira la cara riéndose, haciéndome acelerar el paso. Juntos trotamos calle abajo hasta el mar bajo un día que no ha acabado de despuntar. Las farolas del paseo marítimo, que aún brillan de color ámbar, pronto se apagarán.
En la playa, una muchedumbre se aglutina en torno a algo que no consigo ver. La marea está muy baja. Ahora que recuerdo, es una de las más bajas del año, la bajamar del equinoccio de primavera. Iona me coge de la mano apremiándome hacia la causa del revuelo: el esqueleto de un animal gigantesco yace sobre la arena a la altura del derrelicto West Pier.
Entre los bomberos que se encargan de mantener a los concurrentes alejados de los enormes huesos diviso a un tipo que conozco del grupo de conservación marítima.
-¡Martin! -lo llamo. Él se acerca a nosotros dando pequeños saltos de alegría.
-¡Hola pareja! ¿Qué os parece esto? -dice jadeando de excitación.
-¿Pero qué demonios es "esto"? -pregunta Iona con esa urgencia que a veces exige saberlo todo. Y saberlo cuanto antes.
-¿”Esto”? Esto es… el esqueleto de un Angulus Terraformae Serpentum, una especie de serpiente anfibia y vertebrada que se extinguió hace más de 40 millones de años. Al menos según nuestro eminente paleontólogo local -anuncia a bombo y platillo con un brillo febril en los ojos-. Y fijaos -añade señalando al suelo- ¡ni que hubiese llegado hasta aquí en bicicleta!
Sobre la arena y bordeando el agua se distinguen marcas de neumáticos de bicicleta. El cráneo del gigantesco esqueleto descansa contra el armazón de metal del malecón. Tan rendidos se ven el uno como el otro. La desvencijada estructura palaciega de principios de siglo lleva años derrumbándose a cámara lenta, bajo el azote de las tormentas y los fuertes vientos, mientras el Ayuntamiento no encuentra nunca los fondos necesarios para restaurarlo.
Aparto la vista de la arena. Con los ojos sigo la línea de la costa y diviso a lo lejos los blancos acantilados que se extienden por el Este hasta el dramático corte de Beachy Head, lugar predilecto de domingueros, cineastas y suicidas. A pesar de la distancia, percibo la consistencia de ese gran muro de piedra caliza como si estuviese a su lado. Es un conglomerado de polvo duro y blanco, un gigantesco tiramisú albino cuyas capas -los huesos y conchas donadas por miles de millones de organismos a lo largo del tiempo- están separadas por oscuras incrustaciones de sílex. Siento en la boca un regusto seco y polvoriento, como si acabase de morder un pedazo de un pastel de tiza. Aún más al Este, el sol despunta tras la impecable línea del horizonte marino. La marea ha empezado a subir y el pleamar no tardará en borrar las huellas impresas en la arena.
-¡...el agua está deshaciendo los huesos...!
Las voces me llegan
lejanas a pesar de estar a mi lado. En un infructuoso intento por
evitar lo inevitable, el ritmo de la actividad reinante se torna
más y más acelerado. Me divierte imaginar
qué vestigios quedarán de este momento que
está a punto de convertirse en pasado. Los míos
serán el recuerdo de un regusto a tiza, el de una espada de
tejo sin rastro de haber estado clavada en la tierra, el de la
cálida mano de Iona dentro de la mía. Sopeso lo
que tengo ante mí: un nuevo día y una nueva
oportunidad de atravesar algunas de las puertas del paraíso.
Lo primero será una buena taza de café. Brighton, marzo 2000 SI TU MANO TE ESCANDALIZA, ARRÁNCATELA
Lo único que le he dicho
es que desde que nos mudamos a este piso, la vida se ha vuelto
vertical. Me ha mirado con la misma expresión que cuando le
pregunté si no le daban pena las sillas porque
tenían que soportar el peso de todo el mundo. Hay cosas que
no entiende. O que no quiere entender. Me duele. Me duele tanta
separación, sobre todo, porque no hace tanto tuvimos una
mano en común. Yo soy la
legítima guardiana de la Mano. La idea de que se la quedase
la primera en salir del útero materno fue de
Lucía; lo habíamos hablado muchas veces durante
largas tardes de perezoso flotar en fluido amniótico.
Entonces no era como ahora, que tenemos suficientes recursos para
influir sobre los mayores. Por eso fue una suerte que los
médicos y nuestros padres tomaran la misma
decisión. A Lucía le implantarán una
prótesis cuando sea lo suficientemente mayor y no crezca tan
deprisa que necesiten cambiársela con frecuencia.
Sé que no me guarda rencor, pero cuando el año
pasado nos operaron las amígdalas, se alegró de
que esta vez yo también terminase mutilada. Para Lucía y
para mí, el pan nuestro de cada día es compartir
puntos de vista. Por eso me duele -y me sorprende, y me enoja- que mi
hermana siamesa no entienda lo de la vida en vertical. Como por las
mañanas suele estar más receptiva, intento
hacérselo comprender mientras terminamos el desayuno. -¿Te acuerdas de cuando
tiramos al gato Calígula a la alberca en la finca del
abuelo? -le pregunto. El bigote blanco de
Lucía esboza una mueca de infantil crueldad mientras con la
cucharilla aparta la nata de la leche hacia los bordes de su vaso de
Duralex verde. -¡Uy,
sí! El pobre se salió tan de prisa por el otro
lado que casi ni se mojó -me responde. -El gato nadó a
través de la alberca y se salió por el
otro lado. El trozo de pan que tengo en la Mano, si lo tiro por el
balcón, va a caer hacia abajo hasta
llegar al suelo. ¿Lo ves ahora? A través:
horizontal. Hacia abajo: vertical -digo contenta con lo aplastante de mi
lógica. Lucía se
levanta de su taburete y a saltos, con los pies juntos como si los
tuviese atados, recorre la distancia que la separa del
balcón del lavadero. Aunque no puede negarme la evidencia,
lo intenta. -Bueno, ¿y qué?
Ya no tenemos ni alberca, ni gatos. No sé que me gusta
menos, -especula con hastío
mañaner-, el pan de molde con mantequilla o
el patio este. Los odio. -Yo también -concedo. No pienso dejar que me
cambie de tema, pero ahí tengo que darle la
razón. Me uno a ella con el plato del desayuno en la Mano y
juntas nos asomamos al borde del precipicio. El patio interior es
el centro del edificio donde vivimos, una manzana descorazonada que
emite ruidos 24 horas al día: de tenedores claqueteando
sobre huevos que se convertirán en tortillas; de lavadoras
centrifugando que amenazan con destornillar los pequeños
balcones; de abuelos que, o esconden un hipopótamo en la
bañera, o resoplan demasiado fuerte al sonarse la nariz; de
cisternas eructando pequeñas riadas que barren
cañería abajo las tortillas de la noche
anterior... Sonidos interminables, familiares y cíclicos.
Nosotras sólo podemos oírlos, pero Él
puede, además, verlos. “Puede ver absolutamente
todo lo que hacemos; estemos donde estemos”. O al menos, eso
asegura de Dios la tía Norma. El pan de hoy sabe a
rayos y el patio interior es, para deshacerse de la comida no deseada,
la mejor alternativa a la alberca que había en la finca del
abuelo. Desde mi plato de Duralex ámbar, el desayuno me
plantea una duda. -¿Y si alguien nos ve y se
lo dice a tus padres? -pregunto a mi hermana. Cuando
Lucía y yo hablamos entre nosotras, nunca admitimos la
pertenencia a nuestros progenitores, siempre le cedemos el parentesco a
la otra. -¿Y si manchamos la ropa
limpia de algún vecino con mantequilla rancia? -se me ocurre decir al ver las
sábanas que ondulan colgadas en los tendederos con su blanco
apersilado. Lucía me
lanza una mirada de tipo “¿es que te quieres comer
esta mierda o qué?” y antes de que me
dé cuenta, nuestra Mano ha tirado el pan por el
balcón del lavadero. Tres
pequeños triángulos de pan de molde yacen inertes
al fondo del precipicio. Uno ha desaparecido. Junto a ellos descansa
una tela parecida al velo de mi Primera Comunión y que una
vez debió de ser blanca. En las profundidades del patio
también diviso un balón de fútbol
desinflado que una vez debió de haber hecho
ilusión a alguien. Los contemplo asomando medio cuerpo por
el balcón, con la barriga apoyada sobre la baranda y
recelosa por si mi destino es reunirme con mi desayuno. -¿Tú crees que
se habrá caído algún niño
por aquí? -pregunto. El estómago me
centrifuga a pesar de que la lavadora no está en marcha. -Vamos a tirar pinzas de la ropa para
ver cómo caen -sugiere Lucía, quien
últimamente no tiene tiempo para las especulaciones y
prefiere la acción. Las
pinzas de madera caen despacio, golpeando primero las descomunales
bragas blancas de Doña Rosa la del octavo -Mamá
las llamo el otro día “un capote de torear
menopáusico”-; después los cordeles del
quinto que aguardan ociosos otra inminente remesa de pañales
limpios; más tarde las macetas de geranios y
pacíficos rosas mal equilibradas en el alfeizar del aseo del
tercero. Alcanzan el suelo de cemento del patio justo cuando la loca
derrengada del primero califica al político de turno de hijo
de puuuuuta por sexta vez esta mañana. -Lo ves. Las pinzas caen hacia abajo:
vertical -sentencio victoriosa. Se lo he vuelto a
demostrar. ¿O no? Lucía se aleja del
balcón y recupera su vaso de leche del interior de la
cocina. Utilizando dos dedos como pinzas, se tapa la nariz mientras se
traga los dos últimos buches e intenta sobreponerse a la
repugnancia que nos da el sabor de la leche caliente. Me conforta no
escuchar ningún gemido de nuestros pequeños
taburetes de formica gris cuando nos sentamos de nuevo a la mesa de la
cocina. Los muebles no me daban pena cuando vivíamos en la
finca del abuelo. Desde que nos
mudamos al piso, añoramos no poder desmantelar hormigueros
inundándolos de agua lentamente; ni coger escarabajos azules
para ver quién los mantiene más tiempo en la
palma de la mano sin que se caigan; ni escondernos entre las hortalizas
crecidas de la huerta a atiborrarnos con la cosecha de habas tiernas.
Ahora mismo, lo que más añoramos es no poder
darle el pan del desayuno a los peces de la alberca. -Tuvo suerte el gato
Calígula de que la alberca estuviese tan llena ese
día -comenta Lucía con algo de
nostalgia en la voz. -Ni que lo digas, no creo que... -¿Habéis
terminado ya el desayuno? A ver si os pilla el toro y luego viene el
tío Paco con las rebajas -me interrumpe la voz de
Mamá. Desde la puerta de
entrada al piso, y otras veces con el auricular del teléfono
en la mano, Mamá nos suelta esta cantinela casi todas las
mañanas. Es un mensaje en clave para que los vecinos no se
enteren de que se nos está haciendo tarde y que si perdemos
el autobús del colegio, el castigo será ejemplar.
“Muy pronto, cariño, yo
también” es otro de sus mensajes en clave. Suele
ir acompañado de un lento recorrer los dedos por el rizado
cordón del teléfono y de un delicado beso al
interior del auricular. Lucía se
limpia el bigote blanco con la blanca manga de la camisa del uniforme y
las dos corremos a nuestro dormitorio para coger las mochilas del
colegio. El teléfono suena y si nos demorásemos
un poco, escucharíamos el segundo de los matinales mensajes
en clave de Mamá. Si nos demorásemos media hora
más, quizá consiguiésemos descifrarlo.
O quizá viniese el tío Paco con las rebajas. La
puerta del piso se cierra a nuestras espaldas justo cuando llega el
ascensor. El botón del bajo está pintado con laca
de uñas violeta; lo aprieto y comienza otro viaje en
vertical. Lucía y
yo vivimos en un noveno piso, a donde nos mudamos poco tiempo
después de nuestro último cumpleaños,
el noveno, que fue en el noveno mes del año 1969. Me
gustaría poder decir que somos nueve en la familia, pero
todos juntos sumamos cuatro y no más. Sería
estupendo poder añadir alguna mascota y así
inflar los números hasta nueve. Una cabra que comiese
papeles, un bebé de iguana, un perro lobo cojo, un gato
peludo con la lengua morada, un tiburón en miniatura. O
sencillamente cinco conejillos de Indias o cinco peces de colores. Pero
no. Somos cuatro y punto. Nuestro edificio tiene quince plantas y yo
también me pregunto si en la quinceava viven
niñas de 15 años. -Sofía... -me dice Lucía. -Qué. -¿Tú crees que
nos tendremos que mudar al piso quince? -pregunta mientras dibuja un
corazón con rotulador negro en la pared del ascensor. Es una
pregunta retórica. Quince años es la edad que
tiene que cumplir para que le pongan la prótesis que
reemplazará a la Mano. -El hospital me la tiene reservada, -me cuenta-. Trajeron dos de América
cuando le tuvieron que cortar la mano a una niña porque se
le engangrenó dentro de la escayola. Fue un fallo del
hospital y la familia de la niña, dice tu padre,
montó tal escándalo que al final le hicieron el
transplante gratis. Ella sabe que yo ya
sé esa historia, pero dejo que me la cuente de vez en cuando
y siempre busco algún comentario innovador que
añadir. Me demoro unos segundos pensando qué
decir mientras ella se sopla impaciente el flequillo que casi le cubre
los ojos. Yo me retoqué el mío ayer; esa es una
de las ventajas de tener dos manos. -Bueno, si protestamos mucho por algo
lo mismo también nos sale gratis a nosotros. O nos dan una
de último modelo -le digo. Me pregunto si yo
tendré parte de responsabilidad por lo que Lucía
haga con su nueva mano como ella la tiene por lo que yo hago con
nuestra Mano. El ascensor termina su viaje en vertical. Como casi todas
las mañanas, corremos calle abajo hasta la parada del
autobús del colegio. Los jueves,
infaliblemente a no ser que te ofrezcas como voluntaria para lavar el
coche de algún maestro, tenemos clase de
Religión. La profesora es la “Señorita
Maruja la Bruja que la Tripa en una Faja Estruja”.
Lucía y yo hemos musicado este himno de bienvenida y lo
tarareamos mentalmente siempre que hace acto de aparición.
Maruja es ex monja, solterona y cincuentona, lo cual no entiendo muy
bien si es un pecado o un castigo por algún pecado. Es la
directora del colegio, junto con su hermano y su hermana. El hermano
también es ex cura, cincuentón y
solterón, lo cual no entiendo muy bien por qué no
es ni castigo ni pecado. La hermana está casada y tiene
siete hijos varones. Siete, sí. Sin añadir
mascota alguna. -A Dios hay que temerlo, amarlo con
miedo en el corazón -predica Maruja la Bruja con sutil tic
de bigote y energético reajuste de faja. Luego se lanza de
cabeza a la lectura de un versículo del Nuevo Testamento. Un
día, nos lo lleva repitiendo desde que entramos en Primero,
tendremos que aprender de memoria las líneas que nos lee
para los exámenes trimestrales. Su voz de papagayo comedido
me provoca ardores de estómago. Papagayos,
exámenes. Dos palabras inseparables. Para hacer las
evaluaciones más divertidas, Lucía y yo llevamos
semanas coleccionando adjetivos para la de lengua. Los escribimos en
pequeños trozos de papel que guardamos en una caja de metal
dentro del armario empotrado de nuestra habitación, debajo
de los jerséis. Aunque quizá Lucía
tenga razón cuando dice que no nos van a servir de nada y
que más nos valdría aprendernos los temas del 5
al 9 y luego repetirlos como papagayos. -Omni, omni, omni -escucho a mi hermana tararear entre
dientes desde la fila de atrás. Es el broche final a nuestro
himno de bienvenida para Maruja la Bruja. Omnipresente, omnisapiente y
omnipotente, como su Dios castigador. Pasaría mucho de
Él si no fuese por lo que me ha dicho la tía
Norma: “Puede ver absolutamente todo lo que hacemos, estemos
donde estemos”. Con
la Mano pego una bolita fresca de mocos debajo del pupitre desafiando
su penetrante presencia. Lucía me da una patada en la silla.
Al volverme, con reserva y disimulo, veo que se ha remangado la camisa
y que expone orgullosa su muñón sobre el pupitre.
Ya le han regañado por hacerlo, porque distrae a los otros
niños durante las clases con este tipo de exhibicionismo,
que es precisamente lo que pretende. En lugar de decírselo a
ella directamente, los maestros han ido con el cuento a nuestros
padres, quienes a su vez, han recurrido a mí para llamarla
al orden. A las dos nos entusiasma este juego de susurros chinos. -Si alguna parte de tu cuerpo te
escandaliza, arráncatela -truena la voz de Maruja la Bruja, que
no se atreve a mirarnos a la cara mientras declama estas
líneas. Evangelio de San Marcos, Capítulo 9,
Versículo 43. La Mano se yergue en imperioso interrogante. -Hoy no habrá preguntas,
Sofía. Os dejo que penséis el significado por
vosotros mismos y la semana que viene veremos si lo habéis
comprendido bien -me corta. Cobarde. Seguro que
sabe que Lucía y yo no estaremos en la próxima
clase de Religión porque nos hemos ofrecido como voluntarias
para lavar el utilitario amarillo canario de la coneja de su hermana.
La sombra alzada de la Mano, ampliada por el sol de media tarde,
permanece proyectada contra la pared. Cuando esta noche vayamos a casa
de la tía Norma, se lo voy a preguntar a ella. Siempre bajando y
subiendo, de nuestro piso en el noveno al de la tía Norma en
el segundo y al revés. La vida en vertical. Corro escaleras
abajo y alcanzo el segundo piso al mismo tiempo que el ascensor, que
tarda tres segundos en descorrer la puerta exterior para que
Lucía pueda abrir la interior y salir. Aprovecho esos
segundos para acercarme de un salto y, vigorizada por el mejor de mis
gritos de kung fu, darle una magistral patada al cristal. Mi pierna
atraviesa la ventanilla y los vidrios granizan dentro y fuera del
ascensor. -Te la has cargado, guapa; se te va a
caer el pelo -dice Lucía desde el otro
lado de la puerta. Saco
la pierna poco a poco, intentando no cortarme. Lucía emerge
con expresión de alerta roja, aunque tiene bien claro que no
tendrá que asumir responsabilidad alguna por las acciones de
una pierna que nunca le perteneció. -¿Has tocado el timbre? -me pregunta.
¡Cuánto me gusta ver que piensa que he llegado
antes y he estado esperándola! -No. Te estaba esperando -miento para sellar mi victoria. -Entonces vamos a escondernos por si
alguien ha escuchado el ruido y sale a ver qué pasa -propone. Esperamos
sentadas en los escalones que llevan a la planta de arriba, nuestros
corazones palpitando al ritmo del temporizador de la luz, hasta que
este último se calla y desaparece la luz. La puerta de un
vecino se abre no muy lejos y el sonido de una televisión
inunda la escalera. -He bajado más deprisa que
tú -susurro triunfante. Llevo todo el
día queriendo vengarme de que no esté dispuesta a
entenderme. No hay respuesta, sólo palpitar de corazones en
la oscuridad. En la espalda siento un cosquilleo, como si dos alas me
creciesen para protegerla de la amenaza del vecino, quien por fin es
engullido por el ruido de su televisor tras interminables segundos. Cuando llamamos al
timbre de la tía Norma, el plan está decidido sin
que haya mediado palabra. Lucía se cuelga del cuello de la
tía, impidiendo que su vista se pose sobre el cristal roto
del ascensor, mientras a mí me toca empujarlas hacia el
interior del piso y cerrar la puerta a nuestras espaldas. Hubiese
preferido ser yo la que se perdiese en un mullido abrazo contra su
cálido pecho. Una vez dentro, me
urge aclarar una cosa. -Sí, Él puede
ver absolutamente todo lo que hacemos, estemos donde estemos -me dice. Estamos en la cocina de su
casa y la tía Norma insiste: Dios está en todas
partes. -¿Es Díos como
ese hombre que nos sigue cuando salimos a solas con Mamá? -pregunta la tonta de
Lucía. Mira que le advertí que no lo mencionase.
Es un secreto de Mamá y los secretos, sean de quien sean, no
se cuentan. -¿Qué hombre? -se interesa la tía Norma
sin dejar de mover la sopa de tomate con hierbabuena. -Un hombre. No sabemos
quién es, nunca nos habla. Nos sigue de cerca y ayer, en el
economato, estaba en la cola detrás de nosotras. Lo
miré y me sonrió. Parece simpático -continúa Lucía. Bueno, ya que
estamos... Si no puedo aclarar lo de Dios, quizá pueda
comprender esto. Ahora soy yo quien aporta nuevos datos. -Mamá se paró a
hablar con él y nos dijo que nos fuésemos andando
para la casa, que ella nos alcanzaría antes del final de la
calle. Luego encontramos dos tarrinas de helado de avellana en la bolsa
de la compra. Seguro que Dios vio quién las puso
allí, porque nosotras no fuimos, ni Mamá tampoco. Algo no me acaba de
cuadrar. Me imagino a Díos con visión de rayos-x,
capaz de penetrar con sus ojos omnipresentes los techos de los pisos
que hay por encima del nuestro hasta alcanzarme a mí,
minúscula partícula en una diminuta cocina de un
estrecho edificio en una angosta calle de una pequeña
provincia. Preferiría ser polvo de estrellas,
partícula brillante en el universo y no mocosa
insignificante. No por cuestión de dimensiones, sino
simplemente de claridad. Y de querer estar lejos ahora que
Papá se ha personado en la cocina e insiste en reconstruir
una escena que parece sacada de la película que vimos la
semana pasada. Sí, se parece a aquellos hombres del Santo
Oficio que se empeñaban a toda costa en sacarles respuestas
a gente que no se las querían dar. -¡Estoy harto! Me
tenéis que avergonzar delante de los vecinos
también. ¿Es que no os basta con las mentiras de
la semana pasada? -declama. Está que
trina. Ese mínimo de decoro y civismo del que habla debe ser
algo que está muy por encima del mal. Y hasta el mal seguro
que se llega tras un largo viaje en ascensor a los sótanos
del infierno. La vida en vertical. Lo de la semana
pasada fue una estratagema necesaria para defender la cesta de mimbre.
En ella guardamos nuestros platos y vasos para los almuerzos en el
colegio. Son iguales que los que utilizamos en casa: los
míos, de Duralex ámbar; los de Lucía,
verde. Mamá quería cambiarlos por platos y vasos
transparentes, sin personalidad, sin señas de identidad.
Para distraerla y que no nos robase los colores que nos definen y nos
separan, hicimos correr un rumor en el patio del recreo sobre la muerte
de nuestros padres en un macabro accidente de tráfico.
Funcionó. Maruja la Bruja terminó
chivándose y cuando por fin nos pilló el toro y
vino el tío Paco con las rebajas, nos quedamos con los
platos y vasos de colores. Como castigo, según
Mamá y como trofeo, según nosotras. -El director de la comunidad de
vecinos me lo ha tenido que decir. ¿De quién es
la idea de tirar el pan del desayuno por el balcón todas la
mañanas? Donde quiera que os lleve me tenéis que
sacar los colores -sigue declamando Papá. Al
parecer, él también prefiere la vajilla
transparente. Lucía se
esconde bajo su flequillo. Yo aprieto firmemente los labios, decidida a
no dejarme amedrentar por ninguna forma de tortura, ya sea paterna,
vecinal o divina. La tía Norma apaga el fuego, sirve la sopa
y amaina la tormenta llevándose a Papá a ver la
película de la televisión. Mejor ni decirle que
se ha olvidado de echarle la hierbabuena. Mamá
está en su clase nocturna de bachillerato y me pregunto si
volverá con dos tarrinas de helado de avellana. Por el
balcón del lavadero penetran sonidos interminables,
familiares y cíclicos. Lucía se levanta de su
taburete y a saltos, con los pies juntos como si los tuviese atados,
recorre la distancia que la separa de él. A mí
tampoco me apetece un huevo duro para cenar esta noche. Me acerco a
ella y juntas nos asomamos al borde del precipicio. La Mano hace lo que
tiene que hacer. La nocturna verticalidad del patio engulle los huevos.
Oímos un plaff, seguido de otro plaff.
Muy cercanos, aunque bien diferenciados. Allá abajo reina la
oscuridad total y dudo mucho que Él haya podido ver los
huevos estrellarse contra el suelo de cemento. -Sofía... -Qué. -¿A ti te escandaliza
nuestra Mano? No. La Mano no me
escandaliza y no tengo ninguna intención de
arrancármela. Nunca jamás. Y si no, que venga
Dios y lo vea. Brighton, noviembre 2003 BURLANDO AL DUENDE I -¿Qué van a
comer? Arrímese, mamita. Hay tamales, caldo de gallina,
caldo de red... El color alegre de
los manteles de plástico me había
atraído, aunque más que el hambre, fue el
cansancio lo que me hizo detenerme. El gringuito ya estaba
allí, junto a un fogón renegrido y humeante, bajo
la luz inclemente de una bombilla desnuda revoloteada por moscas, ajeno
al olor pringoso de la carne hervida. Me sonrió acogedor, le
sonreí amistosa y me hizo un sitio a su lado sobre el
gastado banco de madera. Tres rondas de cerveza más tarde
caminábamos tomados de la mano en dirección a la
Plaza. Es más, le había contado el
propósito de mi viaje. -Guatemala es un país
grande, ¿cómo piensas encontrar a tu amigo? -me dijo sin arquear ni una ceja. -Lo encontraré -respondí sin asomo de
duda, porque entonces aún no lo dudaba, aunque sí
me sorprendía que a él no le extrañase
mi historia. -¿Así que un
pacto con el Diablo no te parece nada raro? -le pregunté. -Tú misma me dijiste que no
crees en esas cosas. Quizá tengas otra razón para
andar tras él. -Quizá -sentencié por no dar
más explicaciones. Chichicastenango
estaba de fiesta aquella noche. Hacía horas que el
gentío bajaba de las montañas o llegaba en
autobuses y era absorbido por las estrechas calles de tierra. El
pueblo, que homenajeaba a su patrón Santo Tomás,
era como una tripa que nunca se acababa de embutir, aunque a veces
amenazara con explotar como una de esas tracas salvajes que quemaban
los nervios y los tímpanos. El frío nocturno de
las montañas empezaba a colarse por las rendijas de mi
aplomo. Tal vez fuese por invocar su presencia que seguí
hablándole al gringo de Modesto. -Modesto y yo éramos como
hermanos; crecimos juntos en la misión de Jalisco donde
nuestros padres eran misioneros. Los suyos venían del Sur de
tu país; los míos del Norte de España.
No más cumplió los dieciocho, Modesto
tomó la Panamericana en dirección Sur. Tres
años después, vine a visitarlo a Guatemala. Me
recogió en Guate, viajamos unos días, llegamos
hasta aquí. Fue la última vez que nos vimos. -¿Y esperas que siga
acá después de doce años? -me preguntó casualmente. -No -mentí para no desnudar del
todo mi esperanza, y aspiré cuanto aire cupo en mis
pulmones. Las calles de Chichi
retenían el aroma a velas, copal, pétalos de
flores y billetes manoseados de las ofrendas de la mañana.
Acabado el orden de las procesiones religiosas y los desfiles paganos,
la noche se rendía al caos. Caminar con rumbo fijo entre la
densidad humana que nos envolvía era imposible;
sólo quedaba entrar a formar parte de aquella gran nube
telúrica que se movía con voluntad propia. A
falta de timón, me alegraba poder asirme a una mano amiga.
El gringuito era decididamente dulce, aunque fuese yo quien
respondía a ese nombre. -Quédate, Dulce. Es un
pacto interesante: doce años de felicidad a cambio de tu
alma. Ni tú ni yo creemos en el alma, ¿verdad,
hermanita? Será fácil burlar al Duende. No era la primera
vez ese día que escuchaba la voz de Modesto a mi lado con
una inmediatez impropia de un simple recuerdo. No quise
engañarme otra vez y mirar. No quise contestarle de nuevo en
mi mente que, si bien era verdad que yo no creía en
“esas cosas”, había venido a buscarle
porque temía por él; porque ahora que el pacto
estaba a punto de tocar a su fin, algo me había impulsado a
encontrarle y asegurarme de que todo había sido una
fanfarronada de aquel imponente tipo vestido de negro. Para sentirme en
el presente pregunté en voz alta, a nadie en particular, si
realmente podríamos llegar hasta la Plaza. Sí,
sí que llegaríamos, pues todo el mundo se
encaminaba hacia el mismo lugar. Los fuegos
artificiales irrumpían en la noche cerrada con destellazos
dorados que no lograban deshacer el anonimato de la muchedumbre.
Creí reconocerlo una vez, escondido tras una regia matrona
india. Me deslicé hasta ella como pude. No era
él. En otro instante de claridad me pareció
distinguirlo entre el gentío gradado que tapizaba los
escalones de la Iglesia de Santo Tomás. Tampoco era
él. Ni tampoco era Modesto el hombre que apagó a
pisotones una bola de fuego desprendida de la ruleta
pirotécnica aunque, iluminado por el bailoteo de las llamas,
la semejanza de su rostro fuese asombroso. Situadas a apenas
cincuenta metros de distancia, dos bandas de música
encaramadas en sus respectivos escenarios atronaban sones que se
amalgamaban en una cumbia-merengue indescifrable. Las canciones eran
cálidas y alegres, ajenas al frío y oscuro cielo
de las montañas. Creí que el ruido no me
permitiría escuchar voces inexistentes. Me equivocaba.
Alguien pronunció mi nombre a mis espaldas y esta vez
sí que miré. Era uno de los
muñecones de grotescas caretas y trajes de mariachi que por
la mañana había participado en el Baile de los
Mexicanos. Se contoneaba ante mí, con los brazos abiertos,
despidiendo un fresco aroma a especias muy diferente del olor a cuerno
quemado de las tracas. El gringo me ciñó la
cintura desde atrás instándome a retroceder, pero
yo me escurrí de su abrazo y me acerqué al
muñecón para apreciar de cerca su careta. Llevaba
un sombrero mexicano y un lagarto de trapo verde cosido sobre el ala.
La piel de aquel rostro de cartón piedra era rosada, con un
bigote negro y espeso de puntas rizadas que cubría, como un
tejado de dos aguas, unos labios gruesos congelados en una sonriente
mueca. Sobre las mejillas le caían dos patillas onduladas
con tres bucles negros dignos de un querubín de oscuros
pensamientos. Tardé en darme cuenta de que los vidriosos
ojos que me observaban eran también de cartón
piedra; los de verdad brillaban dentro de dos oquedades ovaladas sobre
el arco negro de las cejas. Allá entreví la
intensidad y el calor de su verdadera mirada. Pero no tuve oportunidad
de asomarme a ellos para comprobar si me resultaban familiares, si mi
búsqueda había dado fruto. La figura se
apartó bruscamente y se llevó la mano a la parte
inferior del ala del sombrero, donde había un nombre pintado
con letras negras: “El Remate”. El olor a especias
desapareció cuando el muñecón
salió corriendo y se perdió entre la noche y la
multitud. Aún me dio tiempo de ver sus puntiagudas botas de
piel de iguana verde. Las recordaba perfectamente; se las
había regalado a Modesto antes de que dejase la
misión. -Para que andes tu camino y me dejes a
mí andar el mío -recuerdo que le dije bromeando
entonces. Me
resistí a creer que las hubiese dado, o peor aún,
vendido. Claro que si era capaz de vender su alma a lo que
él consideró un buen postor... -El Remate queda al Norte, no lejos de
la frontera con México, en una zona de selva atiborrada de
antiguos templos mayas. Si quieres te acompaño -me dijo el gringo cuando
regresé hasta él. No haría
falta. En mi viaje no cabía su
compañía, aunque las fiestas patronales de
Chichicastenango terminasen para nosotros en la habitación
de su hotel.
II
Abrí un ojo. La luz de la luna me mostró un espejo en el suelo y sobre él, un billete de cien quetzales enrollado como un tubo. Lo siguiente que supe era que mi reloj seguía tictaqueando su cuenta atrás. Enroscado al mío sentí la calidez de un cuerpo de largas piernas y respiración calma cuyo rostro no lograba recordar bien. Mi memoria me devolvía, a retazos, un encuentro con un gringo risueño que comenzó en un puesto de tamales y terminó en la habitación de un hotel. Era fácil. Era sencillo encontrar a alguien apetecible e iniciar el juego, luego trocar el flirteo por camaradería, las promesas de intimidad por bromas de trasnochadores, la tensión de la espera por cansancio y dormir acompañada, abrazada al cuerpo firme de un amante siempre distinto. No deseaba más. Era fácil, reconfortante y, lo mejor de todo, era efímero. Me despedí con un beso que no despertó a mi amigo. Caminando descalza sobre el cemento agrietado y húmedo de rocío del patio, salí a la calle en dirección a la estación de autobuses.
La suerte andaba conmigo: había uno para El Remate y no tardaría en salir, me dijeron. En el suelo, a pocos centímetros de su rueda delantera había un hombre, imaginé que borracho, con la cabeza colgando fuera del bordillo de la acera. Me acerqué a ver si respiraba.
-No se moleste, hermana. Su destino está en manos de alguien mucho más capacitado. No es asunto nuestro intervenir en los designios divinos -me dijo un hombre enjuto e impecablemente vestido que subía al bus.
-¿Y en los designios del Maligno? ¿Cree usted que podemos intervenir? -pregunté al hombre que tanto parecía saber sobre el destino. Él me ignoró y entró al vehículo apretando contra sí la Biblia que llevaba bajo el brazo.
Me acerqué al conductor que tenía medio cuerpo debajo del capó, donde se afanaba con el motor en marcha. Me escuchó, echó una mirada crítica al cuerpo inerte del hombre en el suelo y volvió a sumergirse en su rompecabezas grasiento. Ahora el destino del borracho estaba en parte en sus manos. Sus ojos vidriosos y cansados me recordaron a los de cartón piedra en la careta del mexicano.
Al entrar me asaltó un tufo denso y rancio. El predicador se había situado estratégicamente al frente del bus, desde donde arengaba a los soñolientos pasajeros sin importarle que nadie le prestara demasiada atención.
-Muchos serán los que se pierdan y pocos los que se salven, déjenme que les diga, hermanos y hermanas. Acérquense, vengan a mí y no tengan miedo, que yo no les voy a regañar -decía blandiendo un ejemplar del Libro Santo forrado con un papel transparente anaranjado.
-¿Conoce a alguien que le haya vendido su alma al Diablo y se haya salvado? -le pregunté, por provocar más que por creer que tuviese una respuesta.
-No, pero todo lo que nos hace falta saber para la Salvación está escrito aquí -me contestó con sombras de miedo en los ojos antes de continuar su salmodia. Creo que me agradeció que pasase de largo ignorándolo.
Caminé por el estrecho pasillo sorteando bultos. En una de las últimas filas, un matrimonio de mediana edad y aspecto de haber pasado allí gran parte de su existencia asentía con la cabeza al sermón. Los vi persignarse en temerosa señal de respeto y acto seguido, olvidándose del predicador como quien apaga la radio, sacar unas tortillas de una toalla sudada e inundar el vehículo con el perfume del maíz caliente. Me amparé en la dulzura del olor y me senté en el asiento trasero a ellos, que estaba vacío. El cansancio pudo con la desazón que me provocaba mi búsqueda contrarreloj.
Clareaba cuando desperté y miré por la mugrienta ventana. En el fondo de un barranco vi la carcasa herrumbrosa de un camión despeñado. Llovía. La carretera por la que descendíamos era un empinado camino de tierra convertido en fango. Con cada frecuente frenazo, las ruedas del autobús derrapaban sobre el terreno resbaladizo. Los Tigres del Norte me dieron los buenos días desde los altavoces con uno de sus corridos: “Quiso ganarle a la muerte, quiso ganar la carrera, doce años sin verlo y no lo alcanzó...” Las puertas del autobús se abrieron y un hombre se subió en marcha. Con un guiño de complicidad saludó al conductor y, empujando una oronda panza y un maletín negro de médico, se adentró por el pasillo hasta situarse justo en la mitad.
-Bálsamo Cura Mil, para el dolor de muelas, de espalda, de barriga, de cabeza, de las mujeres. Para todos los dolores con sólo tomarse diez gotas. Diez gotas y se quita el dolor. Me quedan cuatro frascos y no pienso traer más, así que no se demoren y cómprenme -gritó de un tirón.
No tuvo que volver a repetirlo. En menos de lo que se tarda en contar diez gotas había vendido los cuatro frascos de plástico llenos de un líquido verde brillante. Aunque el autobús estaba medio vacío, el hombre vino a sentarse a mi lado. Me miró unos segundos y luego habló.
-Para el mal de amores no tengo nada -me dijo antes de quedarse dormido con su calva testa descansando sobre el maletín.
-¿Y para la caída del pelo? -pregunté irritada.
No me oyó. Roncaba plácidamente. Yo también me volví a dormir hasta que alcanzamos el final del trayecto.
A El Remate llegué justo a tiempo para encontrar un lugar donde alojarme, comer algo y zambullirme en el lago junto al sol poniente. El gran disco anaranjado se hundía en las aguas verdosas e iba dibujando un sendero de fuego que me invitaba a unirme a él. Nadé en su surco con brazadas largas y lentas, respirando acompasadamente para no cansarme, utilizando hasta mi última gota de fuerza. Cuando no pude más, el astro se acercó a mí y enredó sus rayos candentes entre mis agotadas piernas. El sol del ocaso no fue el único que se ofreció a guiarme hasta un lugar incierto aquella tarde.
III
El chico se presentó: su nombre era Arturo. Me ofreció la mano a modo de saludo, una sonrisa limpia en una cara recién afeitada y una disculpa por estar allí en lugar de su padre. Sería él quien me guiase a través de la selva hasta el Mirador del Duende, dijo. Yo estreché la mano que me tendía, pronuncié mi nombre con cierta desgana y volví la cara hacia los caballos suspirando contrariada. Contaba con la experiencia y, sobre todo, con la memoria del viejo para que me explicase qué había pasado. Era con él con quien la noche anterior me había citado de madrugada junto a la única farola del poblado; él quien me había dado la noticia de la muerte de Modesto. Y ahora me enviaba a su hijo...
-Dulce; qué nombre tan lindo. La yegua blanca es para usted, ¿sabe montar? -preguntó el chico alargándome las riendas.
-Monto poco, la verdad. Vayamos despacio -respondí.
Tomé las riendas y me subí al caballo sin aceptar su ayuda, con algo de brusquedad, como solía hacer siempre que quería dejar claro que mi nombre no tenía nada que ver con mi carácter. Esta vez fue él quien volvió la cara y suspiró molesto.
Avanzamos en fila, montados en nuestros respectivos silencios -el suyo, tozudo; el mío triste-, alejándonos de las casas aún adormiladas mientras el alba se abría paso con su machete de luz entre las sombras del sendero. Un grupo de monos aulladores nos observaron pasar desde las ramas más altas de una ceiba gigantesca. El repicar de los cascos de los caballos fue rompiendo el caparazón de nuestro mutismo y Arturo, conciliador, me dijo que sus amigos lo llamaban por su mote, “Pulga”.
-Es porque soy más bien chaparrito. Si gusta usted también puede llamarme así.
Le sonreí, aunque él no pudo verme porque iba delante y no se había vuelto para hablar conmigo. Lo observé un rato, atraída por su perfil, que veía al doblar las curvas. Tenía esa nariz aplastada y larga característica de los indígenas de la zona. Era muy moreno y era bajo, sí, pero fuerte. Vestía ropa varias tallas más grandes, como solían hacer los adolescentes guatemaltecos. Dentro de unos ampulosos jeans y una enorme camiseta blanca, su cuerpo daba la impresión de ser aún más pequeño, o simplemente más compacto. Llevaba una gorra de béisbol naranja calada hasta las orejas. Si como su físico me sugería, el chico era una persona hermética, su padre me habría jugado una muy mala pasada. Más tarde descubrí que mis temores eran infundados.
Según iba entrando la mañana, los comentarios triviales se fueron entrelazando con el cacofónico cantar de los pájaros exóticos. Y después, con fragmentos de una parte de la vida de Modesto que yo ya conocía.
-Modesto Méndez trabajó de chiclero -relató Arturo-, recolectando plantas medicinales para mi padre, construyendo los tejados de guano típicos de acá, como topógrafo con el Ejercito y, cuando conoció el lugar bien y por fin nos libramos de los malditos militares, como guía turístico.
-Y un día cambió su suerte, ¿no? -dije instándole a que continuase hablando, aunque ya sabía lo que iba a escuchar.
-Correcto. Un día, se rumorea, hizo un pacto con el Duende y se volvió rico casi de la noche a la mañana. Así tuvo mujeres y dinero, la capacidad de tomar sin marearse, un cuerpo joven y fuerte, todo lo que le pedía -siguió contando Arturo.
-¿A cambio de qué? -pregunté como si no supiese la respuesta.
-Buena pregunta -dijo él penetrando de nuevo en un silencio nuboso que esta vez no me apetecía compartir.
Decidí no impacientarme y aproveché la claridad del día para arrancarme garrapatas de la camiseta. Me alegré de haberme puesto pantalones largos, a pesar de que pronto el calor sería insoportable, de que la humedad ya empezaba a licuar el aire transformándolo en un sudor pegajoso. Bajo mis piernas abiertas sentía la abultada preñez de mi yegua que sorteaba con cuidado el traicionero y a ratos empinado sendero de piedras.
-Pero su suerte volvió a cambiar, ¿verdad? -pregunté mucho después, cuando sentí las nubes del silencio del chico despejarse.
-Correcto de nuevo. A Modesto todo le iba bien. Montó una especie de hotel casi escondido en la selva: el Mirador del Duende. Él tenía buenos contactos y venía gente de todo el mundo que pasaba allá largas temporadas. Ganaba mucho dinero. Vivía con su tercera esposa, Tereza, una checa bastante más joven que él. Tenían un bebito. En el poblado los estimábamos, aunque bajaban poco porque en el Mirador eran casi autosuficientes. Todo le iba bien y se le veía contento.
Arturo pausó su relato y arrancó una hoja de un árbol que me recordó al laurel.
-Pimienta -dijo ofreciéndomela-. Los mayas la llamaban nabacuk.
La tomé y la trituré entre mis dedos, dejándome embriagar por un fresco aroma de especias: clavo, canela, nuez moscada, jengibre... Era el mismo olor que había acompañado la aparición del mexicano en Chichicastenango.
-Todo le iba bien hasta que tuvo el accidente, ¿no? -dije, pues quería más detalles de lo que su padre me había adelantado la noche anterior.
-Sí, hasta que le salió la muerte al encuentro. Una noche, volviendo a casa, tuvieron un accidente de carro. Era él quien manejaba el pick up cuando se rompió la varilla de la dirección y se estrellaron. Modesto perdió la tapa de los sesos, el rostro le quedó desfigurado. Su mujer sólo tenía un rasguño, pero perdió el conocimiento y tardó horas en despertar y poder ir en busca de ayuda.
Volví a aspirar el olor de la hoja de pimienta, como si la fragancia tuviese el poder de exorcizar póstumamente el infortunio de Modesto.
-Unos días antes -continuó Arturo-, le habían robado un amuleto protector de jade que siempre llevaba en el cinturón. Se lo dijo a mi papá, y también le dijo que presentía que iba a morir pronto.
En su búsqueda por la luz vital, los árboles de la selva se elevaban como colosos sobre nuestras cabezas protegiéndonos del penetrante sol del mediodía. Chicles, caobas, ceibas, zapotes, ramones... Por el hueco entre dos cedros abrazados por lianas se hizo visible una laguna de aguas blancas de la que sobresalían algunos troncos muertos.
-¿Podremos bañarnos? -pregunté. La humedad empezaba a ser asfixiante y tenía la boca seca, como si fuese yo quien contase la historia de Modesto.
-No, son aguas muy saladas. Pero podemos parar a descansar si gusta.
Desmontamos al llegar a un claro de selva cercano a la orilla. Arturo deshizo el lazo de alrededor del cuello de los caballos para atarlos de la silla, por si algo los espantaba y se ahorcaban, me explicó.
-Ya nos pasó una vez y tuvimos que descuartizar al animal para llevarnos la carne a casa -dijo mirándome para ver mi reacción. Y no viendo ninguna, añadió-: Tendrá usted sed, ¿no?
Machete en mano se acercó a un cocotero y de un salto se abrazó al tronco, alternando la ayuda de manos y pies para impulsarse hacia arriba, hasta alcanzar dos cocos que cortó de un machetazo y dejó caer al suelo. Yo los recogí veloz para que no rodaran hasta la laguna y fueran engullidos por sus aguas saladas.
Nos sentamos sobre unas piedras planas dispuestas alrededor de los restos extintos de un fuego. Él fue abriendo los cocos con el machete, de varios golpes, dándoles vueltas, como quien saca punta a un lápiz, hasta dejar al descubierto un boquete para beber el suero.
-¿Eran ustedes familia? -preguntó ofreciéndome un coco y expresando su curiosidad por primera vez desde que saliéramos.
-Algo así. Éramos viejos amigos, crecimos juntos-. Y, luego, casi sin darme cuenta, pero en buena hora, pues quizá él no se hubiese acordado de contármelo, añadí-: Me habría gustado asistir al entierro.
-Pues algo bien extraño ocurrió durante el velorio, ya casi me había olvidado. Todos cabeceábamos, nos quedábamos dormidos, como si estuviésemos drogados. Todos, menos una sobrinita mía, la hija de mi hermana mayor, que tiene 8 años y que iba vestida de blanco. Cuando despertamos de nuestro letargo, nos contó lo que había visto.
El suero del coco sabía a medicina, pero lo bebí porque mi sed aumentaba con cada palabra que oía.
-La patoja vio llegar a un corcel negro montado por un hombrote alto vestido de negro, con unas botas puntiagudas de piel verde. Nos contó que era hermoso el caballo, con un trote imponente y un bocado reluciente. El hombre la miró a ella, nos vio a todos dormidos y desmontó. Luego se acercó al cajón y estuvo agachado sobre él, como si le pusiese o le quitase algo a la cadera o la cintura del difunto; ella no llegaba a ver qué estaba haciendo y no se atrevía a moverse. Al final, el corcel y el jinete se fueron por donde habían venido. Eso fue lo que la patoja nos contó cuando nos despertamos. Después pudimos por fin bajar la tapa del cajón y enterrarlo, porque antes, cada vez que intentábamos cerrarlo, se nos volvía a abrir.
Arrojé el coco vacío a la laguna, con rabia. Flotó sin apenas interrumpir la calma de la superficie. ¿Sería yo capaz de cerrar ese ataúd sabiendo que sus botas de piel de iguana seguían andando por ahí?
-¿Cuánto falta para llegar al Mirador? -pregunté.
Faltaban unas horas. Arribaríamos antes del anochecer y podríamos pasar la noche en alguna de las cabañas, me informó Arturo levantándose para proseguir el camino. Lo que no me dijo, porque no lo sabía, era que la selva se nos había adelantado y ya reclamaba pertinaz lo que siempre le había pertenecido.
Hicimos el resto del camino en silencio. Una vez allí, me costó creer que la desolación y el abandono reinantes en el Mirador del Duende correspondiesen a los escasos dos meses de ausencia de Modesto. Las cabañas blancas que serían las habitaciones del antiguo hotel conservaban mucho de su magia: en sus antojadizas formas abiertas, en su distribución irregular por aquella ladera de la selva, en la forma en que estaban conectadas por sinuosos senderos de guijarros bordeados por piedras pintadas de blanco. Pero aquel encanto se desmoronaba veloz ante nuestros ojos. Los suelos se resquebrajaban por el empuje de las raíces de los árboles. Los tejados de guano estaban cubiertos de moho verde y, como confirmaba el olor a orín de rata, horadados por colonias de murciélagos que anidaban entre sus pliegues. La madera de las vigas se pudría y desencajaba con la humedad; se oía a la carcoma roer la poca que quedaba seca. En las paredes blanqueadas, los dibujos reproducidos de los templos cercanos se mezclaban con manchas abstractas de verdín, desdibujando grotescamente las representaciones de la religión de los antiguos mayas. Me fije en un dibujo que había en el muro de entrada al recinto. Era una barca alargada, con dos indios remando en los extremos y en el centro, cuatro animales fantásticos e irreconocibles, aunque quizá uno fuese una iguana. Se me antojó una representación del cruce “al otro lado” tras la muerte del espíritu, el alma, o lo que fuese. Después de todo, ese era un tema recurrente en muchas culturas. Es posible que el chico me lo hubiese podido explicar, pero lo que realmente me interesaba era otra cosa.
-¿Nadie ha podido hacerse cargo del negocio? -pregunté.
-La mujer de Modesto no quiso quedarse en Guatemala tras su muerte -me dijo Arturo-. Cruzó el mar de regreso a su país y puso esto en venta. Pero recién se desató una disputa legal con el Gobierno, que dice que estas tierras son suyas. Tereza escribió a mi padre hace unos días. Decía que le daba lo mismo que se quedasen con todo, que Modesto era el alma del Mirador y que sin él ya no tenía sentido. Tampoco pudimos encontrar la escritura de propiedad por ningún lado.
-Creo que la selva no entiende de disputas legales y también reclama las tierras... -murmuré.
-Dejaremos aquí los caballos y entraremos, si le parece. Tenemos que buscar un sitio limpio para pasar la noche, donde podamos prender un fuego, cocinar algo y dormir.
-Aún queda bastante luz, no tengamos prisa -dije palpando la linterna que llevaba en un bolsillo lateral del pantalón.
Desmontamos junto al dibujo de la barca, atamos los caballos -a prueba de espanto- en una especie de baranda de madera y nos adentramos por el sendero principal.
-Una vez me habló de usted -dijo Arturo inesperadamente-. Ahora que la he conocido entiendo que hablaba de usted, de sus rizos rubios y su cara seria, enfurruñada aún cuando no lo está, recuerdo que dijo. Habló de una cicatriz con forma de media luna que tiene en un pecho y de la fuerza de sus piernas, mucho más potentes y mucho más rápidas que las suyas. Me acuerdo de eso también. Dijo que la perdió al hacer un trato en el que usted no quiso participar. Habíamos tomado bastante aquel día y cuando tomaba, Modesto se repetía, pero eso sólo lo contó una vez, aquel día, y sólo a mí.
Los guijarros del sendero principal crujían bajo nuestras pisadas; el ruido se sumaba a los otros muchos sonidos de la selva. Yo miraba al suelo -que era duro, real, tangible- cuando un heermoso lagarto verde se cruzó en nuestro camino, se detuvo unos segundos y tomó un sendero lateral que conducía a una construcción pequeña y apartada.
-Cerro Cahuí o Cerro Lagarto. Los indígenas lo llaman así por su forma -dijo Arturo de la colina por la que andábamos.
-¿Qué hay en aquella casa, Pulga? -pregunté. Justo entonces empecé a tener la sensación de que estábamos en aquello juntos.
-Vaya, por fin. Tardó todo el camino en querer tratarme como a un amigo. Aquel era el almacén, el lugar para guardar los equipajes, porque las cabañas siempre estaban abiertas. ¿Quiere verlo?
El almacén era lo único construido como una habitación convencional, con paredes que se unían al techo y puerta y ventanas. El interior estaba vacío, a no ser por unos apartados seguros, como los que se encuentran en las estaciones de trenes para guardar pequeñas cosas. Las casillas eran de madera y bastante rudimentarias. La seguridad habría consistido en unos candados diminutos, ahora abiertos, oxidados y colgando de unos cáncamos, y en la estampa de la Virgen de Guadalupe y las dos velas que la flanqueaban. Noté que una casilla estaba cerrada y se lo comenté a Arturo.
-Ayudé a Tereza a vaciarlas pero no encontramos la llave de esta. Ella dijo que no importaba, que Modesto siempre tenía ese apartado cerrado para burlar a los duendes, que estaba vacío.
-¿Podríamos abrirlo? -pedí.
Un extraño cansancio se apoderó de mí y deseé sentarme en el suelo, con la espalda apoyada contra las casillas, pues intuía que mi búsqueda tocaba a su fin. Pero no había llegado hasta allí para quedarme parada a unos centímetros de lo que había ido a buscar. Insistí en que abriésemos la casilla cerrada.
-Si quiere -aceptó Arturo.
Abrirla fue fácil. La madera estaba podrida y los cáncamos no se resistieron a nuestros forcejeos. Dentro había una caja negra de metal que saqué. Miré a Arturo antes de abrirla.
-Quizá sea para usted... -dijo saliendo de la habitación.
La escritura de propiedad estaba dentro de una bolsa de plástico cerrada herméticamente que la protegía de la humedad. Modesto había puesto las tierras a mi nombre. El amuleto de jade me lo colgué del cinturón.
Al día siguiente, de vuelta en el poblado, le pediría al padre del chico la dirección de Tereza en Chequia; quería hacerle llegar los papeles. Esta vez tampoco tenía ninguna intención de firmar el pacto.
El Remate, enero 2004
EL BOLSO SIN MEMORIA
Si no fuera por el bolso, no la hubiese distinguido de los otros oficinistas que vienen a la hora del almuerzo. Siempre trae el mismo, un bolso grandote que me hace pensar en un sofá cómodo, mullido, acogedor. Será porque es de un material cálido, una pana gruesa de color verde pistacho. Lo suele traer colgado del hombro por dos asas de piel marrón que son cortas, aunque no tanto que haya que llevarlo en la mano cogido con dos deditos, como un ratón sujeto por el rabo. Es un bolso práctico, al igual que su dueña. Porque un bolso lleno de cosas es sin duda más útil que una cabeza llena de recuerdos. Ella a mí no me ha reconocido, pero yo a ella sí.
Hace dos meses que empezó a aparecer por mi sitio. Antes de guardar el dinero, se arrodilla junto a mi manta en el suelo y, sonriéndome esquiva, me da un billete de diez recién sacado del cajero automático. Una vez hasta me dio un girasol gigante que me imagino acabaría de comprar en el puesto de flores del final de la calle. Nunca, ni siquiera entonces, me ha mirado directamente a la cara. También evita posar sus ojos sobre mis brazos y tobillos -ese dato ya lo registró el primer día. Lo que sí hace es fingir que está muy concentrada guardando el monedero en el bolso. Me he fijado en el forro: es de tela beige con líneas verde oscuro y verde claro, líneas que se entrelazan y cruzan como caminos: el camino que la lleva al trabajo todas las mañanas y al sueldo fijo a fin de mes; el que nos ha conducido a las dos, después de tantos años, a este rincón de una ciudad que no es la nuestra; el camino que trazó una curva cerrada delante del coche aquella noche.
Como siempre, hoy llega a la hora del almuerzo, la de más ajetreo. Veo su mano firme asir las asas de piel y sé que está tan limpia como la pana clara de su bolso. Cuando le llega el turno, lo abre y se dedica a rebuscar en su interior, ignorando serena a quienes esperan a sus espaldas en la cola. El inconfundible tintineo de unas llaves se escucha durante el tiempo que tarda en encontrar la tarjeta. Es el sonido de un techo entre el cielo y ella, de una bañera con agua caliente, de una cama con ropa limpia. Más tarde escucho también cómo descorre la cremallera de un marsupial bolsillo que hay en el forro de los caminos. Por un instante parece ir a sacar algo de él y a ofrecérmelo: una invitación a su fiesta de cumpleaños, fantaseo, como la que hicimos para celebrar su dieciocho cumpleaños aquel día. Pero que va, si ni siquiera me ha reconocido. Al sacar el monedero para enfrascarse en su ritual de evitar mirarme directamente a los ojos, cae sobre mi manta un pequeño espejo plateado que me resulta familiar.
En el espejo observo el violeta furioso de la cicatriz que cruza mi rostro. Si hace frío y no duermo -como anoche, que no pude pegar ojo en aquel helado portal- se torna de este escandaloso color. Quizá sea por la cicatriz que no me ha reconocido. Cuando salimos del hospital se negó a verme y desde entonces cargo una culpa que no me pertenece: la muerte de su hermana. No es el mismo, aunque se parece mucho a aquel espejo que nos resultaba demasiado pequeño pero era lo único frío y plano que encontramos para hacer las rayas en el coche después de la fiesta. A pesar de su manicura y de mis cansados dedos, nuestras manos se han rozado, y se han reconocido, al devolverle yo el espejo.
Elsa se ha agachado despacito a mi lado, con el billete de diez que iba a darme aún en la mano. Sobre una esquina de la manta, que no sólo está mojada del aguacero de esta mañana sino sucia de pisadas, ha colocado su bolso. Querría decirle que se le va a manchar, pero en su expresión aturdida leo que le da igual. Así que me limito a hacerle un hueco para que se siente junto a mí, como si esto fuese un sofá cómodo, mullido, acogedor. El tiempo pasa y lo único que lo marca es el desfile constante de oficinistas que siguen viniendo en busca de su dinero. El tiempo podría estar pasando hacia atrás y nosotras podríamos estar a punto de salir disparadas de nuevo a través de aquel parabrisas. Mi brazo alrededor de sus hombros intenta protegerla -de nuevo- de las miradas de la gente.
No más fingimiento, dicen sus ojos al asomarse a los míos. Y a punto está de abismarse en este insalvable vacío interior, cuando se para en seco y se balancea precariamente al borde, para finalmente retirarse y detenerse a una distancia prudencial. Su manejo de los frenos me maravilla. Elsa, orgullosa como una cría, recoge el bolso. Al ritmo del sonido de las llaves, saca del marsupial bolsillo del forro de los caminos su carné de conducir. Su carné en su bolso, lo lógico. Mi carné en su bolso fue de lo poco que pudo rescatar la policía de entre los restos del coche incendiado. No sé quién les dijo que yo iba conduciendo, o si ellos lo asumieron porque ella aún no tenía carné. El caso es que ninguna de las dos lo desmintió. Nunca, durante todos estos años.
El clic de un broche imantado ha vuelto a hacer que el tiempo ruede. Me ha prometido regresar pronto y sé que lo hará, quizá con un bolso más pequeño, ahora que ha recobrado la memoria. Aunque no sé: se ha olvidado de darme el billete de diez. Y es que después de todo, un bolso lleno de cosas es más útil que una cabeza llena de recuerdos.
Nigüelas, junio 2004
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