Eliacer Cansino
El hombre que no esperaba nada de la vida
 
UN hombre no esperaba ya nada de la vida, y decidió esperar a la muerte imaginando que tal vez la muerte le traería alguna sorpresa. Pero la muerte se demoraba mucho y el hombre pensó que sería mejor ocupar el tiempo en algo, hasta que la muerte le avisara de que estaba presta su llegada. Y como nunca había leído un periódico y, en cambio, veía que la mayoría de los hombres lo hacían, supuso que tal vez el periódico era un buen entretenimiento, porque al menos los que lo hacían no parecían desesperados. Y salió a la calle y fue a comprarse un buen periódico.
Cuando llegó al kiosco el vendedor le preguntó que cuál quería y el hombre, que no esperaba nada de la vida, contestó que le daba igual, que cualquiera que pudiese entretenerle mientras la muerte se decidía a venir por él. El vendedor se extrañó de la respuesta pero hizo como que no le daba importancia, pues había aprendido que en su oficio lo mejor era servir sin preguntar.
Con el periódico bajo el brazo, buscó el hombre un lugar agradable donde poder sentarse a ojearlo. Anduvo un buen rato, sin prestar atención a lo que ocurría a su alrededor, atraído desde lejos por la frondosidad arbórea de un parque que invitaba a encontrar en él belleza y sosiego. Allí se sentó, junto a una fuente, en un banco donde el sol a través de los árboles extendía una pátina dorada y tibia.
Estuvo leyendo un buen rato sin entender las noticias, pues ignoraba a estas alturas de abandono los nombres de los protagonistas. Sin embargo quiso el azar que un breve anuncio atrajera su atención: "Ana, cuarenta años, sola, triste, con ganas de vivir", y un teléfono.
Sin saber por qué, el hombre que no esperaba nada de la vida esperó hasta seis veces el ring del teléfono en aquella cabina maltratada y, finalmente, se vio obligado a hablar cuando al otro lado alguien descolgó.
-¿Diga, diga?
El hombre permaneció callado, sin saber si debía o no contestar. La voz insistió:
-¿Oiga?
-Verá usted, no sé... si debo continuar -tartamudeó.
-Pero, ¿quién es usted?
La voz le pareció muy hermosa, como hacía tiempo que no oía ninguna.
-Llamaba por lo del anuncio -se atrevió.
-¿De verdad llama usted por eso? ˇNo puedo creerlo!
Aquella extrañeza al otro lado de la línea le amedrentó de nuevo.
-Lo siento, no debí haber llamado.
-No, oiga, no vaya a colgar. Si me he extrañado es porque pensé que nadie iba a llamarme. No vaya a colgar, se lo ruego.
La voz le pareció aun más bella, más dulce. Y ese se lo ruego le conmovió profundamente. En el fondo, ahora, no deseaba cortar. Hacía mucho tiempo que nadie le rogaba nada.
-Mi nombre es ¿Juan? -me pareció que dijo, pues el ruido de las monedas al caer me impidieron escuchar con claridad.
-El mío, Ana -dijo ella con su voz más dulce, intentando atrapar para siempre aquel otro nombre.
Aún siguieron hablando, y antes de colgar eligieron un lugar y una hora, y en ese lugar y a esa hora se conocieron por vez primera. Y él sintió por su rostro una ternura infinita y ella pareció hallar en él al hombre triste capaz de amarla.
De repente el mundo pareció girar con cascabeles. Una música que nacía del corazón acompañaba todos los actos del hombre y le daba un ritmo de alegría y de esperanza.
En el trabajo pensaron que le había tocado una quiniela, porque los hombres piensan que nada alegra el corazón humano tanto como el dinero. Pero el hombre les dijo que no, que era el amor lo que le había sobrevenido y que ningún tesoro podría igualar al que ahora disfrutaba. Pero no le creyeron hasta verle pasear por la calle con su amada, que no era del todo joven, pero que atesoraba una hermosura melancólica y profunda. Sólo entonces pensaron que tal vez le había sucedido esa extrañeza.
De esta manera el tiempo les fue uniendo. Y él comprendió que cada día la necesitaba más y más, y ella acrecentó su felicidad y se sentía menos triste, menos sola.
Decidieron vivir en un mismo piso, que ella arregló con entusiasmo y buen gusto; y unieron sus cuerpos, pues sus almas parecían ya unidas desde aquella tarde en que hablaron por teléfono.
Hasta que una noche él sintió en sueños una terrible inquietud, esa inquietud que asalta a los amantes de vez en cuando y que les hace pensar que todo puede perderse, que la vida es fugaz aunque el amor sea eterno. Y ese desasosiego le despertó y hubo de encender la luz de la mesilla y se puso a contemplar a su amada, ajena a todo, dormida junto a él, sin poder evitar la tentación de recorrer con los ojos una vez más el cuerpo tan querido. Echó hacia atrás la sábana y al hacerlo se sintió sobrecogido: ella no tenía piernas, ni brazos, ni torso, sólo la cabeza permanecía en la almohada. Un grito sofocado acompañó su horror. Y al oírlo, la mujer recuperó su cuerpo y despertó y le preguntó que qué le ocurría. Entonces él le dijo lo que había visto y ella le tomó la mano y se la puso en su pecho y apretándola a su carne le aseguró que todo había sido un mal sueño. Pero él no la creyó, pues en ese instante había notado su pecho dolorosamente frío. Y a la noche siguiente, volvió a encender la luz, y vio otra vez la cabeza solitaria, sin cuerpo, y entonces supo que aquella mujer era la muerte, que le había engañado todo ese tiempo para hacerle más doloroso el abandono del mundo.
No dijo nada. Se puso en pie, desnudo, contemplando la calle solitaria, mientras la luz de la luna daba a su cuerpo un brillo marmóreo. Y entonces volvió a sentir aquella terrible acidez de antaño, aquel hastío, aquella soledad de quien no espera ya nada de la vida.
 
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