Elsa López

Cuatro poemas

 

César Manrique: Escultura de viento (foto: Edub)

 



EL PAÑUELO DE SEDA DE PEPE DÁMASO


						A Pepe Dámaso


Yo estuve con él a la orilla del agua.
Cogidos de la mano recorrimos espacios inventados de nuevo
por el prodigio extraño de un espíritu loco, irreducible y mágico.
Y yo estaba con él aquella madrugada en que el mar se hizo espuma 
y por él cabalgaron centauros y unicornios.
Yo estaba allí.
Y vi cómo las fieras se amansaban de pronto al escuchar su risa,
y cómo los volcanes arrojaban al aire perfumes de lavanda,
y cómo su pañuelo se enredaba a los mástiles de todos los veleros 
hundidos en la playa.
Y cómo navegábamos veloces por el aire 
llevados por el canto de todas las sirenas 
que aquella vez -como otras muchas veces-
lo confundían de nuevo con Ulises, el fuerte,
al que algunos llamaron el de muchos caminos.
Y vi cómo los héroes paraban la batalla 
para arrojar guirnaldas y escudos a su paso
y así honrar su presencia, su brillo y su mirada.
Y vi cómo la muerte sonreía despacio 
con las uñas muy largas pintadas de colores.
Y vi muchas más cosas: 
tortugas, libélulas, ardillas trepadoras,
y, encima de su sombra, 
dos enormes leopardos de afilados colmillos
y en sus manos la antorcha de todas las victorias. 

Eso fue lo que vi estando yo a su lado.


EL SENADOR DE LAS HESPÉRIDES


						A  Jerónimo Saavedra


Tiene ese gesto grave,
ese gesto perdido que parece buscar algo a lo lejos.
Nunca fue a la deriva
ni dejó naufragar su perfil de romano delicado y paciente.
Siempre tuvo esa forma de mirar hacia todo.
La sonrisa entreabierta de quien firma sin miedo
una larga sentencia de amor y de esperanzas
y, contemplado el mundo, presiente que la vida 
es un aliento amargo.

A veces lo recuerdo como si no existiera,
como si fuera sólo una vaga presencia
que pasó por mi lado suavemente y sin prisas
aromándolo todo con perfumes extraños
que jamás me pondría.
A veces lo recuerdo como a esas viejas fotos 
que recorren la sangre tiñéndola de herrumbre y de color naranja.
Y, a veces, cuando vuelo por encima del mundo, 
me pregunto por él, por dónde vive ahora, 
en qué piensa, por qué causas padece, 
en qué viejo teatro recuesta su cabeza 
y escucha los sonidos de un piano que no existe. 

No encuentro las respuestas. 
Pero miro hacia el norte y sé que está viajando, 
que en ese mismo instante 
su cuerpo se diluye dentro de un pentagrama
en un mar apacible donde lo acunan peces 
y un aria de Puccini que canta María Callas.
Y sé que hay otras islas, otros paisajes nuevos 
poblados por arcángeles, 
seres imaginarios inventados por él 
que habitan en su almohada.

Y sé que habrá otro invierno. 
Y que, llegado el día,
pasará por mi puerta, llegará a  la cocina
y dejará en mi mesa una risa, unos libros, 
un lugar impreciso donde poder quedarse.
Y habrá luego una fiesta, un murmullo 
y la frase (siempre es la misma frase):
"es Raina Kabaivanska que canta allá en Verona".

Y todos, en silencio, 
nos quedaremos quietos envueltos en su abrazo
como si fuera cierto que va a volver mañana.


ESCRITO EN HARÍA

 

A César Manrique

 

Me he quedado a esperarte. No sé porqué te espero en este viejo parque, o playa, o jardín que tú inventaste para mí. ¿Lo recuerdas? Habías venido a verme y los dos, sentados a la puerta de una jaima de mimbres y esterlicias (ya sabes que nunca me gustaron), bebíamos el sol y hacíamos como que hacíamos; como que habíamos empezado a comer las almendras que tanto te amargaban.

Me hablabas de unas tierras a las que nunca iría.

Me dijiste que el mar no era tan azul como tú lo pintabas y que el color del cielo se lo habían inventado unos ingenieros difíciles de tratar y de convencer con sus viejos criterios sobre el vuelo regular de algunas aves. Me dijiste que añorabas la miel y el olor a jengibre de los zocos de Arabia y que si alguna vez pisaba Lanzarote no debía entretenerme con historias menudas. Que fuera a Timanfaya a devorarme el mundo y a comerme la arena que había dejado el viento cerca de los volcanes.

No sé porqué recuerdo esas historias. Ni sé porqué recuerdo aquella tarde.

O fue sólo mentira y un amigo me trajo unas fotos del agua para que yo observara y saber si mentías sobre cangrejos ciegos, estrellas sumergidas y otras pequeñas cosas que soñábamos juntos.



SENTADOS EN LA ORILLA
								
								
				A Pedro García Cabrera


Un día habrá una isla habitada por él y por sus sueños. 

Una isla con acento propio,
con nombre propio, con luz propia. 
Y nada habrá que pueda hacernos olvidar lo que predijo, 
lo que escribió y lo que dejó sin escribir 
pero que ya rondaba su corazón de esponja.

Un día habrá una isla donde habite su voz y su memoria.

Una isla con naranjas y caballos de mar sobre las olas.
Una isla con huellas que no borre la arena
y los muertos se sienten a conversar con él
en las rocas oscuras que miran a poniente.
Él allí, sentado, Pedro García Cabrera,
traje de lino claro, mentón alzado, 
manos en los bolsillos
y un deje de tristeza en la garganta.

Él allí, mirándose en nosotros como si aún pudiera... 

Y nosotros aquí, en esta orilla, esperando por él, 
por sus palabras tan de dentro. 
Tan claras y precisas. Tan de aliento.


 

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