EL PAÑUELO DE SEDA DE PEPE DÁMASO
A Pepe Dámaso
Yo estuve con él a la orilla del agua.
Cogidos de la mano recorrimos espacios inventados de nuevo
por el prodigio extraño de un espíritu loco, irreducible y mágico.
Y yo estaba con él aquella madrugada en que el mar se hizo espuma
y por él cabalgaron centauros y unicornios.
Yo estaba allí.
Y vi cómo las fieras se amansaban de pronto al escuchar su risa,
y cómo los volcanes arrojaban al aire perfumes de lavanda,
y cómo su pañuelo se enredaba a los mástiles de todos los veleros
hundidos en la playa.
Y cómo navegábamos veloces por el aire
llevados por el canto de todas las sirenas
que aquella vez -como otras muchas veces-
lo confundían de nuevo con Ulises, el fuerte,
al que algunos llamaron el de muchos caminos.
Y vi cómo los héroes paraban la batalla
para arrojar guirnaldas y escudos a su paso
y así honrar su presencia, su brillo y su mirada.
Y vi cómo la muerte sonreía despacio
con las uñas muy largas pintadas de colores.
Y vi muchas más cosas:
tortugas, libélulas, ardillas trepadoras,
y, encima de su sombra,
dos enormes leopardos de afilados colmillos
y en sus manos la antorcha de todas las victorias.
Eso fue lo que vi estando yo a su lado.
EL SENADOR DE LAS HESPÉRIDES
A Jerónimo Saavedra
Tiene ese gesto grave,
ese gesto perdido que parece buscar algo a lo lejos.
Nunca fue a la deriva
ni dejó naufragar su perfil de romano delicado y paciente.
Siempre tuvo esa forma de mirar hacia todo.
La sonrisa entreabierta de quien firma sin miedo
una larga sentencia de amor y de esperanzas
y, contemplado el mundo, presiente que la vida
es un aliento amargo.
A veces lo recuerdo como si no existiera,
como si fuera sólo una vaga presencia
que pasó por mi lado suavemente y sin prisas
aromándolo todo con perfumes extraños
que jamás me pondría.
A veces lo recuerdo como a esas viejas fotos
que recorren la sangre tiñéndola de herrumbre y de color naranja.
Y, a veces, cuando vuelo por encima del mundo,
me pregunto por él, por dónde vive ahora,
en qué piensa, por qué causas padece,
en qué viejo teatro recuesta su cabeza
y escucha los sonidos de un piano que no existe.
No encuentro las respuestas.
Pero miro hacia el norte y sé que está viajando,
que en ese mismo instante
su cuerpo se diluye dentro de un pentagrama
en un mar apacible donde lo acunan peces
y un aria de Puccini que canta María Callas.
Y sé que hay otras islas, otros paisajes nuevos
poblados por arcángeles,
seres imaginarios inventados por él
que habitan en su almohada.
Y sé que habrá otro invierno.
Y que, llegado el día,
pasará por mi puerta, llegará a la cocina
y dejará en mi mesa una risa, unos libros,
un lugar impreciso donde poder quedarse.
Y habrá luego una fiesta, un murmullo
y la frase (siempre es la misma frase):
"es Raina Kabaivanska que canta allá en Verona".
Y todos, en silencio,
nos quedaremos quietos envueltos en su abrazo
como si fuera cierto que va a volver mañana.
ESCRITO EN HARÍA
A César Manrique
Me he quedado a esperarte. No sé porqué te espero en este viejo parque, o playa, o jardín que tú inventaste para mí. ¿Lo recuerdas? Habías venido a verme y los dos, sentados a la puerta de una jaima de mimbres y esterlicias (ya sabes que nunca me gustaron), bebíamos el sol y hacíamos como que hacíamos; como que habíamos empezado a comer las almendras que tanto te amargaban.
Me hablabas de unas tierras a las que nunca iría.
Me dijiste que el mar no era tan azul como tú lo pintabas y que el color del cielo se lo habían inventado unos ingenieros difíciles de tratar y de convencer con sus viejos criterios sobre el vuelo regular de algunas aves. Me dijiste que añorabas la miel y el olor a jengibre de los zocos de Arabia y que si alguna vez pisaba Lanzarote no debía entretenerme con historias menudas. Que fuera a Timanfaya a devorarme el mundo y a comerme la arena que había dejado el viento cerca de los volcanes.
No sé porqué recuerdo esas historias. Ni sé porqué recuerdo aquella tarde.
O fue sólo mentira y un amigo me trajo unas fotos del agua para que yo observara y saber si mentías sobre cangrejos ciegos, estrellas sumergidas y otras pequeñas cosas que soñábamos juntos.
SENTADOS EN LA ORILLA
A Pedro García Cabrera
Un día habrá una isla habitada por él y por sus sueños.
Una isla con acento propio,
con nombre propio, con luz propia.
Y nada habrá que pueda hacernos olvidar lo que predijo,
lo que escribió y lo que dejó sin escribir
pero que ya rondaba su corazón de esponja.
Un día habrá una isla donde habite su voz y su memoria.
Una isla con naranjas y caballos de mar sobre las olas.
Una isla con huellas que no borre la arena
y los muertos se sienten a conversar con él
en las rocas oscuras que miran a poniente.
Él allí, sentado, Pedro García Cabrera,
traje de lino claro, mentón alzado,
manos en los bolsillos
y un deje de tristeza en la garganta.
Él allí, mirándose en nosotros como si aún pudiera...
Y nosotros aquí, en esta orilla, esperando por él,
por sus palabras tan de dentro.
Tan claras y precisas. Tan de aliento.
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