Domingo López

El teléfono

 


 

 

José Caballero: Objeto para atraer signos

 

José Caballero:

Objeto para atraer signos, 1987.       
Témpera y collage/ papel.
77 x 50 cm.
Col. particular.

 

 

 

 

 

 


 

Más vale que no tengas que elegir
entre el olvido y la memoria.

JOAQUIN SABINA

 

 

Yo mismo temo a veces
que nada haya existido,
que mi memoria mienta,
que cada vez y siempre
-puesto que yo he cambiado-
cambie lo que he perdido.

LIBER FALCO

 


Que yo recuerde o sepa, ni siquiera chispeaba. Es muy posible que el día a mencionar fuera gris, lánguido y anodino, sin apenas transeúntes, como encamado. Supongo, quisiera o debo creer que obviamente y por meteorológicas razones la estación del año vigente era el invierno, si bien o desde luego y ciertamente podía ser otoño, aunque carezco de imágenes que refieran aspectos o datos tales como hojas volanderas o pastoreadas, ni tenga noción de que existiera o hiciera acto de presencia el más mínimo trasiego de aire, de viento cansino o rabicundo, hastiado en todo caso de mesar sólo ramas peladas o desmochadas o los pelos hirsutos de los chuchos errabundos y garabitos. El fundamento primordial por la que de esta guisa principio el introito o exordio, no sé, se basa en que únicamente poseo la certeza incuestionable de que me dirigía o encaminaba, cacoquimio y circunspecto, hacia un café-bar sito entre locales comerciales o en una de esas calles inhabilitadas con acierto al fragoroso y desasosegante tráfico, donde proliferan o constan, prosperen por clientela o no, estos. Permitiéndome abreviar declaro verazmente que ya en él, nada más entrar o incluso antes, bajo el dintel, enseguida lo vi y eso que no era fácil, por no decir imposible. Nunca había estado en aquel bar, pues había penetrado en el primero que vi y al instante tuve la sensación de haber sido en algún tiempo, remoto sin duda, asiduo o habitual del susodicho local. Disgustado o inquieto por la absurda y reseñada impresión y por la extraña premura de la localización, decidí no ir directamente hacia lo que buscaba sino que para no infundir posibles e inmerecidas sospechas o para darle quehacer al camarero, regentador o dueño, me acerqué hasta la barra lineal y haciendo gala de un acento criollo o porteño impecable, peculiar forma de hablar que surgió en mí inconscientemente, como un resorte que se acciona, protector, dije en primer lugar buenos días y acto seguido le pregunté por el útil aparato para conversar a distancia, si de él disponían, claro, o a lo mejor o peor no dije para nada esto y lo sustituyera por algo así como si sabía por favor sobre la existencia por la zona u alrededores de un locutorio en funcionamiento. El tipo, atocinado tal vez, o magro, a quién le importa, se humedeció o secó las manos en un trapo que no avisté y supuse junto al fregadero y abandonó su particular burladero para asegurarme que mis requerimientos podían verse o ser cumplidos en su negocio y con suficiente amabilidad me indicó con un dedo apuntador dónde se hallaba el auricular, el disco o los botones a pulsar o girar y el tragamonedas si lo tenía incorporado. Por mi parte que, como antes referí, ya lo había visto, me limité, algo gazmoño, a simular una pingüe sonrisa de gratitud o consideración y me dispuse con aplomo y firmeza a efectuar la ardua tarea. Y bien digo ardua porque para realizar la llamada tenía que literalmente emparedarme entre varias máquinas expendedoras de vicios y el muro y tras lograrlo, en el ínfimo espacio tuve que ingeniármelas para levantar por lo menos un brazo. No había uno solo, había tres artefactos verdes, tres, todos con su ranura encima para ver desaparecer por ellas el peculio. Me pude percatar sagazmente de que el más cercano estaba desconectado y parecía dormir y el tercero resultaba inalcanzable. Tras deslizarme y empolvarme más el traje llegué aplastado hasta el segundo. Tenía sus botones oscuros para mi dedo pulsátil pero éstos parecían quemados con saña y los números estaban para siempre ilegibles."Su tabaco, gracias", dijo a alguien la máquina de cigarrillos, detrás de mí, dándome un susto como para fallecer en el acto. Nervioso y contrariado, descolgué como pude o supe el auricular y deposité a duras penas la moneda pertinente y mordida. Lo puse junto a la oreja que lo esperaba. No se oía nada. Lo miré y tuve la impresión de que nos mirábamos, mutuamente, inconclusos. Determiné de todas formas marcar los dígitos y hasta que no comenzó a dolerme el pulgar no desistí. Cansado de imaginarlos en las teclas y hundirlos para nada, fatigado y con síntomas inequívocos de claustrofobia, golpeé primero con tiento, con la cabeza y el auricular, contra él y los otros igualmente inútiles o averiados y no sé cómo ni porqué, luego me vi aporreándolos como un baterista, sudando, y con el flanqueado aparato en las manos, entero, con sus oxidadas sujeciones y todo, y aparte de mi corazón brincando como un orate únicamente oí a mi traje, rasgándose casi como un lamento por algún lugar de mi espalda, afanándose convulso por liberarse y después, tras el oiga lamentable y alarmista del camarero, mis pisadas elefánticas, la carrera vesánica que emprendí hacia ningún lugar o de vuelta al peregrinado carajo sobre las baldosas lábiles de la calle y bajo el agua que con vehemente afán, de las nubes o el cielo, empezaba o ya llevaba rato cayendo con ganas y sin remedio. Esto debe ser el extrarradio de la urbe, pensé o me dije, sin parar de correr ni de moquear, empapado. La nubada persistía y poco a poco, como quedándose sin pilas, se fueron parando las piernas y los pies que chapoteaban y por fin se aquietaron y entonces me paré y quise pasarme una mano por la cara y no pude y entonces fue cuando me di pavorosamente cuenta de lo que tenía, nunca mejor dicho, entre ellas. Verde claro, goteando agua, con su auricular atado y fiel, como expectante. Como un lebruno extenuado e irresoluto, atónito por el hallazgo y por el consiguiente e incomprensible latrocinio, abrí la boca y gemí o tal vez dije algo relacionado con la Suprema Deidad y me senté sobre un charco, contrito y lerdo. "No quiero pensar, no quiero pensar", pensé, remendándome, cerrando los ojos como si buscara opacar así al frío, al tembleque, al ánimo podrido, al mandamiento cristiano, no sé ahora con qué numeración, que sin saber porqué ni cómo pero sí dónde, infringí. Mas seguía con vida y tarde o temprano tendría que abrirlos y así lo hice y fíjate lo que vi de pronto, enteramente delante de mí, a unos cuatro metros y medio según calculé, lustrosa y digna. Me reí, desesperado. Me acerqué, desconfiado. Y alargando un brazo con su mano aventurera la toqué y era de verdad, no era una obnubilación producida por el desamparo.Y además no había nadie adentro. La cabina estaba completamente vacía. Sin perder más tiempo recogí el cuerpo del delito y tras abrir la puerta, entré. Me pareció estar dentro de una burbuja dura, oyendo tan sólo mi jadeo y la lluvia exultante insistiendo. En las paredes de cristal habían pegado, seguramente unos señores, unos carteles que por detrás y todo se podía distinguir lo florido del mensaje que no pude captar, pues la parte inferior de los mismos, donde estaban las palabras, estaba rota, la habían arrancado. Me agaché y traté de leer, al revés, lo que quedaba: DÍSELO CON y abajo, con otra tipografía: VALENT. ¿Decir qué? ¿Con qué? Se me iluminó de pronto espléndidamente el raciocinio y me dije: ¡con valentía! ¡Díselo con valentía! No perdí más tiempo, entusiasmado. Silbando un poco agarré el cable de alimentación del aparato manifiestamente hurtado y lo anudé con fuerza para que hiciera buen contacto al cordón del auricular público. Llenándome la oreja inocente de tierra, oí, por fin, el pitido válido y tajante. Puse con extremo cuidado una moneda en el lugar convenido y conveniente e hice girar con soltura el disco, varias veces, marcando. Esperé aguantando mi existencia y la respiración. Y entonces se hizo el milagro, se hizo la voz.

-¿Sí?

-Soy yo... -dije y en plena dislalia pensé, qué digo, aunque me parece que he empezando bien, qué tío.

-¿Qué mierda quieres hoy precisamente? -me contestó ella sin el menor síntoma de agnosia y en silencio y casi agazapado, la oí suspirar y carraspear y expectorar e hipar y finalmente bufar y colgar, dar por terminada la comunicación fascinante.

Desconozco qué pensé, ni qué, luego, penante, hice. Recuerdo vagamente ir barzoneando las calles ya inundadas y con el aparato verdoso cayéndose o tirándose de mis manos tristes y friolentas como para fastidiar pidiendo ayuda inmediata o hacerme imaginar el glu-glu de las onomatopeyas de los tebeos que tanto me gustaban. E iba así, amarrido, dando tropezones o tumbos, cariacontecido, casi como un muerto, cuando a lo lejos, a través de las sucesivas cortinas de agua, en un cruce, los distinguí, entre la cáfila de autos y lo que parecía gente o figurines. Gesticulaban, movían los brazos, hacían pitar sus silbatos como si una y otra vez los comprobaran asombrados. Se han vuelto locos, no me han encontrado y se han vuelto locos, ellos, todos, el mundo entero, me dije, afligido, estafermo, con el aparato luctuoso y estúpido entre o sobre las manos, aún, con el auricular oscilando, como recién ahorcado. Entonces, me vi caminando, con trémulo denuedo, hacia las luces azules que desasosegaban girando. Me mancillarán, lo primero que harán será aporrearme y luego descalvarme o tenacearme o lapidarme, pensé. Llegué y me disponía a soltar el artefacto sobre un capó para poder poner las manos en alto y decir yo he sido cuando vi la sangre rubificando el agua, el tipo tirado en el suelo, como abrazando el asfalto y con la cabeza casi abierta como una sandía. También se oía el singulto, la llantina de alguien. Provenía de atrás de un furgón artísticamente pintado con donosura y colorido. Me asomé y vi a otro tipo. Estaba apoyado en la carrocería. FLORISTERÍA EL ACIERTO, leí. El pobre hombre balbucía y zollipaba y negaba con la cabeza y parecía necesitar de inmediato llevarse las manos a la misma pero no tardé en darme cuenta de que no podía hacerlo porque las tenía unidas, sobre su trasero, por unas esposas.

-¡¡Le he dicho que circule!! -oí brutalmente y hasta noté el aliento gélido en el cuello. Me volví medio asesinado. El policía, prognato, ceñudo, me miró con odio y volvió a regular el embotellamiento causado por el accidente. Parecía abofetear las gotas tremendas que caían y la virulencia de sus movimientos aumentaba paulatinamente, hasta que terminó a empujones con los curiosos, como si los quisiera meter de nuevo en sus coches, seguramente maldiciendo con bisbiseos a la tarde, el día, el mes, el año y sobre todo a la lluvia insensata y a los mirones carajientos que a su juicio iracundo estorbaban, estorbábamos.

-Se saltó con facilidad y perfidia el stop, yo lo he visto todo, le ha partido el colodrillo a un hombre probablemente enamorado y peatón -me dijo casi susurrando una mujer. Estaba a mi lado, encantada con la ducha detersiva que recibíamos como si nos estuviera hisopando el mismísimo Creador del Universo, con el accidentado cuya cabeza, digo colodrillo, apenas se veía, cubierta, ahogándose, muriéndose ahora otra vez. Sentí sobresaltado que me tocaban, supuse con un dedo, la espalda. Qué día.

-Tome, señor -me volví de nuevo, trastornado, y vi a un muchachuelo enjuto y bisojo, con una bata blanca. Podía pasar por un enfermero pero enseguida le vi en el bolsillo el anagrama dibujado de la floristería. Me tendía algo, una tarjeta pequeñita.

-Huele a menta, es como un caramelo -dijo y siguió repartiéndolas a la gente. Conjeturé que debía de ser el mozo que acompañaba en los repartos al conductor asesino y que laborioso y positivista aprovechaba para sacarle algún partido a las circunstancias funestas. La olí. No sé porqué se me pasó por la cabeza que debía tener mal aliento y que si me la comía lo combatiría eficazmente. Me la tragué entera sin saber qué ponía y sin reflexionar antes si tendría contraindicaciones o si estaba caducada o si me sentaría como un tiro.

-Fue él, tiene manchado su ser para siempre de su vida entera de sangre inocente y ajena y precisamente hoy -volvió a mascullar boquirrota la mujer de antes, persignándose con habilidad de tragasantos. Estaba mirando de reojo hacia el furgón, mórbida, chinchosa, como fascinada. Y sacando una flor del ramo aparatoso que llevaba se la tiró sin tino al occiso. Precisamente hoy, otra vez, pensé, inquieto y perturbado, sospechando seriamente que el día fuera ineludible y preciso como me temía desde que salí decidido y vagamente confuso de casa.

-Lo siento -dijo alguien a mis espaldas y sentí cómo un escalofrío me recorría el cuerpo.

Estornudé. Quise mirarme, observarme o juzgarme por si acaso, instintivamente, y sólo aprecié la estridencia del glauco en mis manos y entonces caí en la cuenta de que ningún perista me había abordado ni había escuchado de nadie ningún comentario sobre mí. Con fingida naturalidad di varios pasos y me fui como culebreando acuáticamente, recordando con desazón la forma de andar de los cacos en las películas malas o cómicas. Y mientras tanto el diluvio proseguía, acrecía sin reparo, sin placabilidad. Me acordé de los udómetros, seguramente sobrecogidos. Añoré el cobijo de mi lar, con su lecho de muelles refunfuñantes y mi diccionario vitamínico y dictaminante en sendos tomos y, enfin, mi vida en compañía de los ratones cavilosos. El agua entraba ya, por cierto, en las casas y las alcantarillas, rebeldes, borbolleaban como divertidas y los conductores y sus acompañantes si los tenían abandonaban sus vehículos donde estos se paraban, desfallecidos, haciendo ondear por el tubo de escape, con las volutas de sus últimos humos fugados, unos abstrusos jirones de bandera blanca. Pobres autos, pensé. Y repentinamente me llegó, como un golpe en el estómago, la remembranza de que mi humilde persona también era propietario legal de uno, abollado pero presto y vivaz, aparcado al amanecer, seguramente junto al bordillo paciente de una acera. Oteé a mi alrededor, decidido, disciplinante. Me encontraba en una plazoleta vetusta, con bancos transitoriamente inutilizados porque sentarse en ellos significaba bañarse sin provecho las partes pudendas. Miré otra vez a mi alrededor, no había nadie. Aproveché esta vez para expeler por el ano una ventosidad algo perpleja y debido a mi disosmia crónica no supe si mentolada e incluso intenté proferir un eructo leonino para darme ánimos o fuerza moral o por hacer algo más, pero no salió nada, solo un quejido diminuto y lamentable. Vagabundeé un rato, empapado, casi oliendo como un can y poco a poco me fueron resultando como más familiares los edificios y las fachadas ahora chorreantes, la hiemal avenida que tomaba, vadeándola. Y en ese instante supe en qué lugar lo había dejado y corrí, cayéndome, chapoteando y volviendo a correr o nadar y cuando llegué no lo vi, o mejor dicho, no lo vi en el lugar y de la forma que lo había dejado sino que estaba unos metros más adelante del paso de cebras donde lo dejé con la convicción de que no recordaba haber visto alguno de estos animales en la ciudad y por lo tanto no le estropearía el tránsito y además estaba a salvo, encima de la plataforma de un coche-grúa, sin chófer. Estarán evacuando y eligieron el mío pero por ignotas razones desistieron o lo han puesto ahí tras sortear el mandamás municipal ante un notario resfriado todas las matriculas para que por lo menos, temporalmente, se salve uno y mira qué suerte, ya era hora, pensé o me dije. Subí al tablado metálico del coche-grúa y, eligiendo la inconfundible llave, abrí con regocijo la puerta y entré con todo el derecho del mundo conocido. Le hice arrumacos o dingolongangos al volante, al San Martín de Tours, bueno para la vista, que colgaba del retrovisor, a todo el habitáculo. Estornudé otra vez. Los neumococos se instalaban también laboriosamente. Lástima que no tenía ni una estampa siquiera de Santa Emicrania, para exorcizar la gripe. Pensé quedarme in púribus y así no sentir la ropa mojada pero no tenía nada con qué abrigarme. A través de la ventanilla podía ver la chaparrada férvida, las cosas extrañas que arrastraba la riada, la ausencia de cielo zarco y algunos fucilazos. Gemebundo, sufriendo una horripilación tras otra, puse la llave y con el contacto puesto le di un tentón al claxon y correspondió. Algo funciona, pensé. Probé con el limpiaparabrisas y con el intermitente derecho y cuando jugaba una y otra vez con el cierre centralizado de las puertas empecé a oler a quemado y las luces del cuadro de mandos se apagaron y todo dejó de funcionar en el coche fantástico. Vaya. Pensé en una poderosa confabulación contra mi vida desarmada y tambaleante, contra mi incipiente calva que envolvía una cabeza sin nada más adentro que un abismo insondable de inhóspita soledad y pavor intrínseco. Asomado al retrovisor, me peiné los pelos que me quedan como pude, sin saber para qué. La lluvia tamborileaba con furia sobre la carrocería.Me estaba poniendo nervioso. Con los cristales empañados no podía ver lo que sucedía fuera. Estaba a un paso del sofoco y sintiendo retortijones en el estómago. Fui a abrir la ventanilla. Fue entonces cuando enfermé y empalidecí por completo. El interruptor automático no funcionaba y no había forma manual de bajarla. Quieto y aterrado, miré de reojo el resorte del seguro de la puerta con el que antes había jugado a hacerlo subir y bajar. Estaba hundido en su agujero, fuera del alcance de mis dedos y mis uñas y de mis dientes postizos. Sentí cómo una gota de sudor frío me recorría lentamente la nariz y al llegar al final de ésta y tras resplandecer seguramente un instante, se lanzó al vacío para desaparecer en mi pantalón mojado. Cerré los ojos, intentando contener la náusea que subía garganta arriba, que llegaba jubilosa a la boca y que sin manera humana de evitar salió por ella en forma de arcada, de vómito compulsivo, sobre el asiento de al lado, sobre el aparato y su auricular colgado y sus teclas manchadas de barro. Miré afligido la bilis del regurgitamiento y recordé que no había tomado en todo el día ni una buchada de café, ni un piscolabis, ni un pionono siquiera. Cerré los ojos de nuevo pero los abrí de inmediato y miré mejor. Miré estupefacto la tarjeta de la floristería. Estaba allí, impoluta, devuelta al mundo, como si no me la hubiera engullido unas horas antes. La pincé con dos dedos y la dejé suspendida por ellos a la altura del retrovisor, con rehílo, pasmado. Tenía letras. La acerqué para leer lo que ponía. EL DÍA 14 DE FEBRERO ¡VENGA A LA FLORISTERÍA EL ACIERTO! EN SAN VALENTÍN REGALE NUESTRAS FLORES. CONTAMOS CON SERVICIO DE REPARTO. La tarjeta cayó sobre las rodillas. Me ardía la frente y toda la cara. Consulté el reloj y las lágrimas no me impidieron confirmar la fecha, un catorce rojo de vergüenza dentro de la ventanita que marcaba el paso de los días. Me sentí desgraciado e inútil como un muertito cualquiera. Con la palma de la mano, como diciendo adiós, desempañé el cristal y el mundo seguía allí fuera, con su lluvia, con su ahora comprensible floridez, con un tipo repolludo que con el agua por el pecho avanzaba penosamente pero con determinación hacia su amada, con un envidiable ramo en alto, a salvo. Me rindo, pensé, me rindo automáticamente sin haber movido un dedo, sólo el pulgar para escribir ahora en el vaho del cristal la palabra socorro, al revés por si alguien lo lee y me salva si quiere o le da la gana. Aunque ya sea tarde y oiga ring, ring, ring y resulte que suena el cacharro que robé como verdaderamente estaba sonando y casi me mata de la impresión. Insistía, alarmándome. Alargué lentamente la mano temblorosa y atolondrado, inconsciente y maquinal levanté el auricular y me lo llevé con cuidado a la oreja.

-¡Tengo las flores! Las acabo de recibir. Estoy bastante conmocionada. Siento haber sido tan brusca antes, fue, qué te digo, un lapsus linguae, y precisamente hoy.

Las flores, pensé, yo no he mandado a nadie flores, me olvidé seguramente, no supe con certeza nada. Eso, un lapsus. Soy inocente. Las lágrimas resbalaban por mi cara. No sabía qué decir, cómo explicotearme, como siempre. Y no sé porqué musité algo.

-Vuelve, Luisa, por favor.

-¿Luisa? ¿Qué Luisa? Yo no soy Luisa,...¡Sinvergüenza! -y colgó.

No, parece que no era Luisa. Tendrá entonces otro nombre, Encarni, Cristina o Dolorcitas, pensé, sonriendo un poco como un espantagustos. Bajo un sopor extraño, me arrellané en el asiento y la fiebre o la plausible insania me hizo sentir agradablemente un deseo irresistible de dormir placenteramente. Y dormí. Y soñé en blanco y negro que amanecía ansiosamente y que salía a la calle con mi incurable lipemanía y que entraba algo decidido a un bar con la modesta intención, realmente, de plimplar un poco y de miccionar luego con deleite y soñé que llovía y todo parecía una penosa y conmovedora película y también soñé que estaba solo como siempre en el mundo inmenso y con un nombre de mujer, Luisa, me parece.


 

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