[De Descortesía del suicida, Editorial Candaya, Barcelona, 2008.]
Es calamidad de estos tiempos
que los ciegos guíen a los locos.
W. S. (El rey Lear, acto IV)
En la estación de Can Boixeres una mujer protestaba por la detención de los trenes. En la estación de Sants un hombre se había arrojado a las vías. En la estación de Can Boixeres una mujer protestaba por los constantes suicidios en las horas de máxima afluencia de público.
Una encuesta reciente en los alrededores de Barcelona reveló que en algunos apartamentos los dueños o inquilinos utilizaban su dormitorio o la mayor parte del cuarto de baño para la crianza de animales de corral, con preferencia cerdos y gallinas, habitando ellos en el resto de la casa.
El cardenal juzgaba que el gran error del régimen franquista había sido permanecer en el poder cuarenta años. La duración ideal de una dictadura debía ser de diez años.
Una máquina de escribir atravesaba la noche. También mi pensamiento escribía su página nocturna.
De niño, en el barrio, se relataba la aventura de un vecino que había sobrevivido a un naufragio flotando durante una semana sobre una puerta. Desconozco quién era e incluso si la peripecia acaeció de verdad, pero no dejo de meditar en ese hombre, azul y agua, negro y agua, asido a una puerta por la que no es posible huir.
Debería pasarme a limpio.
Tras reunirse con sus asesores el emperador ordenó sofocar la rebelión que se desarrollaba en aquella lejana provincia. Noticias llegadas a la capital aseguraban que el levantamiento contaba con el apoyo de una gran potencia extranjera. En tanto se pertrechaban los ejércitos, el emperador envió a sus más sagaces emisarios para exponer a los sublevados los azarosos peligros de la libertad. Todavía no se conoce su respuesta.
Dos escritores se conocen en la presentación de sus respectivos libros. Dado que simpatizan de inmediato y ambos ignoran la obra del otro, acuerdan no leerla para prevenir que un eventual juicio desfavorable enturbie su naciente amistad. Los dos cumplen su promesa y, por ello, su estima mutua se afianza cada vez más hasta el final de sus días.
Sin duda, nuestra vecina de arriba tiene un amplio gusto musical. Este eclecticismo que, en otras circunstancias, podría considerarse extremadamente positivo, en realidad no lo es, ya que se limita a amoldarse a las aficiones de los sucesivos y variados novios que su indiscutible belleza le permite. Por fortuna, su repertorio es, así, muy heterogéneo y no excluye algunas épocas y autores de nuestro agrado, si bien no podemos de ninguna manera aprobar una cierta tendencia a reservar sus mejores piezas para altas horas de la noche.
¿Cómo es posible que todos los años hayan sido el peor año de mi vida?
“…y llega un momento en que las mujeres que te gustan no te miran y las mujeres que te miran no te gustan. Entonces estás perdido…”
El mono, encadenado a un palo clavado en la tierra, giraba tozudamente en redondo. Y no iba solo.
Como un Lázaro del que todo Jesús se ha olvidado, espero.
En Rotondella, el pueblo de mi madre, durante la procesión de san Rocco el cura recriminaba a los feligreses la escasa asistencia y los pobres donativos. Los feligreses, a su vez, rechazaban esta acusación y amenazaban al cura.
El misterio se solucionó de la forma más banal e inútil.
Cada día, mientras desayunaba en la terraza, los veía acercarse desde la izquierda. Estaba claro que venían bordeando la playa y surgían de golpe desde atrás de las rocas que delimitaban la exigua ensenada del hotel. Sobre la derecha, un alto muro de piedra cerraba el paso. Eran jóvenes y nadie más parecía verlos: en efecto, tenía la impresión de que representaban una escena sólo para mí. Venían, pues, desde la izquierda, hasta esta última y estrecha franja de arena. No traían sandalias, bolsos ni toallas. Jamás tomaban el sol. Al principio, me preguntaba por qué se apartaban de las playas que se extendían, vastas y despejadas, más allá de las rocas. Después me percaté de que su meta era la isla de Gracia, un abrupto islote situado al alcance de la vista, aunque a varios kilómetros de distancia. Junto a la orilla, el muchacho enseñaba a nadar a la chica. Mantenía la calma: la sujetaba, reía, la incitaba a la emulación. Una y otra vez, de siete a nueve, un largo mes de agosto. Entretanto, yo hojeaba el periódico del día anterior, intercambiaba unas frases con el camarero, reflexionaba, o porfiaba en no reflexionar, me quitaba las gafas de lectura y los espiaba por encima de la barandilla, seguía sus evoluciones, pasaba el tiempo antes de dirigirme al pueblo para despachar postales o reunirme con un amigo de otros veranos: coronaban la mañana. La chica hacía progresos, desde luego nunca tendría un gran estilo, pero era voluntariosa y perseverante, a la manera de esos alumnos a quienes apreciamos más por su tesón que por su inteligencia. Al cabo de una semana, se retiraba cincuenta metros de la costa. A las dos semanas, era apenas más torpe que él. A la tercera sólo su insuficiente envergadura la privaba de superarlo con facilidad. A todas luces no querían desafiarse, ensayaban para ir a la par. El 31 de agosto, en medio de la desbandada de maletas, chillidos y bocinas, también yo concluía mis vacaciones. Vinieron, como de costumbre, en torno a las siete. Había resuelto dejar el equipaje para más tarde: no podía marcharme sin decirles, de algún modo, adiós. En menos de cinco minutos se habían puesto en línea recta con la isla, dándome la espalda. Se lanzaron al agua y comenzaron a nadar. Aún no habían avanzado ni cien metros cuando creí ver que se volvían y me saludaban. Entonces me quité las gafas y no pude más que confirmarlo: sus bañadores ondeaban en el sitio en que habían alzado el brazo, esas manchas de color no podían ser otra cosa. Se encaminaban, desnudos y animosos, hacia la isla de Gracia. Ellos y yo sabíamos que no llegarían.
Mi peluquero insiste en que no me estoy quedando calvo.
El cuarteto de gitanos ejecutaba, con ritmo rapidísimo, algunas canciones populares. Simultáneamente una cabra trepaba a una escalera y se sostenía en vilo sobre la punta. El desbordante entusiasmo de los músicos no hallaba eco ni en los transeúntes ni en la cabra.
¡Qué ridículas son las fantasías ajenas!
El ensueño agita lo que la realidad concilia.
La primera vez que vi a Jorge Luis Borges fue en el año 1971, en Buenos Aires. Se trataba de un homenaje a Dostoievski en el ciento cincuenta aniversario de su nacimiento. Estaban, entre otros, la escritora Marta Lynch y el embajador de la Unión Soviética. Cuando le tocó su turno, Borges empezó diciendo que a él no le interesaba Dostoievski sino Dante, de modo que hablaría de Dante. Para horror del embajador y regocijo del auditorio.
Todos creen que van a alguna parte.
En una tienda de gorras y sombreros de Barcelona dominaban el arte de reducir cabezas de manera acelerada e indolora. Si a un cliente le resultaba chica una gorra, por ejemplo, el vendedor le rogaba que aguardase un momento,que iría al fondo a ponerla en una horma (inexistente) que la estiraría hasta la medida adecuada. Cuando el vendedor regresaba, el cliente volvía a ajustarse la gorra, se admiraba en el espejo y se iba orgulloso de su adquisición.
Magnánimo, he indultado a un insecto: que tome nota quien corresponda.
En la cena posterior a la entrega de premios, un poeta denostaba los premios literarios y vituperaba a todos los presentes. Era uno de los premiados.
Estoy harto de los antipáticos que se hacen pasar por tímidos.
No teníamos dónde caernos muertos. Nos habían invitado a cenar en casa de un editor y llevamos, con gran sacrificio de nuestro magro bolsillo, una botellade vino. Al verla, el editor dijo con una sonrisa: “¡Qué bien, es justamente la marca que compramos nosotros cuando no queremos gastar mucho!”
Una vez encima de las torres de la Sagrada Familia no encontrábamos a Peppino. Bajamos preocupados, pero ocurrió que no había subido porque se le había terminado la cinta de la cámara, y si no lo podía filmar ¿para qué quería verlo?
"Vosotros sois lo que fuimos. Nosotros somos lo que seréis."
(Inscripción en el acceso al cementerio de San Donato, Frosinone.)
"Tú que ahora me pisas, párate a considerar, que al fin vendrás a parar lo mismo que yo, en cenizas."
(Cementerio marino de L'Escala, Girona.)
Durante muchos meses habíamos tenido que soportar la presunción de nuestro compañero por haber sido elegido, por la profesora de música, como solista para el coro de la fiesta de fin de curso. De ahí que nuestra satisfacción fuera enorme cuando, en el punto culminante de la velada, soltó un espléndido y rotundo gallo.
A los 11 años comprendí que nunca sería un gran pintor. A los 14, que nunca sería un gran futbolista. A partir de entonces he estado abierto a toda clase de decepciones.
El moscardón perturba mi mente vacía.
Cada vez que estoy a punto de entrar o acabo de salir de casa me parece que suena el teléfono. Sin embargo, basta que abra la puerta para que inmediatamente deje de sonar. Sólo me llaman cuando no estoy.
No era eso lo que quería decir. ¿Cómo decir lo que quería decir? ¿Cómo no decir lo que no quería decir?
“No a la pena de muerte, ni a la muerte de pena.”
(Cipolletti, Río Negro, 1998.)
Se vanagloriaba de haber tenido a muchos hombres encima, pero al mirarla era irremediable especular con que se habían encaramado a ella para realizar el salto del tigre.
Soy mi Padre y mi Hijo.
Pese a que habitualmente era de muy buen dormir, Lucas Medina estaba desvelado. Decidió levantarse para leer un rato y prepararse una relajante infusión. De vuelta a la cama, encontró a alguien en ella. Pegó un alarido, mezcla de espanto e indignación. Sobre todo al observar que el durmiente se le asemejaba tanto que ni él mismo habría podido distinguirse. ¿Estaba acostado o de pie? ¿Era él quien dormía o era otro? Intentó despertarlo, ¿despertarse? ¡El sueño pesado de siempre! Armándose de paciencia, se echó en un sofá, donde se amodorró hasta el amanecer. Ya se exigiría cuentas cuando sonara el despertador.
De la periferia de las ciudades a la periferia de la vida.
Hacia el siglo X los antiguos mayas inventaron el juego de pelota. Se practicaba en equipos y consistía en hacer traspasar, empujándolo con los codos, las rodillas y las caderas, un balón de caucho macizo por unos círculos de piedra cubiertos de relieves. Las vicisitudes del juego simbolizaban la travesía del sol por el cielo. Según algunos arqueólogos, el capitán del equipo perdedor purgaba su derrota siendo sacrificado a los dioses. Según otros, al capitán del equipo vencedor se le concedía el honor de ser sacrificado a los dioses.
Te alejas sin saber que existo. Me quedo sin saber si existo.
Los hermanos Wayne y Ford John siempre habían estado muy unidos. Gemelos univitelinos, jamás se habían separado. Habían estudiado en la misma escuela industrial y luego habían proseguido con el negocio familiar, una pequeña empresa de reparación y venta de electrodomésticos cuyo nombre, John & Sons, habían cambiado por el de John & John Ltd. Ninguno de los dos se había casado, no porque les hubieran faltado oportunidades sino debido a que no concebían la posibilidad de tener que compartir el afecto del otro. Por eso, a la muerte de Wayne, Ford dispuso embalsamarlo y acomodarlo en su sillón predilecto ante el televisor ininterrumpidamente encendido. En cualquier caso,Wayne nunca había sido de muchas palabras.
¿Dónde se ocultan en invierno las mujeres de la primavera?
Andaba por la calle leyendo una elogiosa nota sobre mi poesía aparecida en una revista italiana, cuando una paloma me cagó la página.
Una corazonada con dos corazones.
Ayer al mediodía, en el parque, un anciano, mal aferrado a su bastón y a unas inseguras matas, cayó de bruces sobre la tierra al pretender bajar unas breves escaleras. Cuando lo ayudamos a levantarse, el anciano, alterado y con algunos rasguños en la cara, sólo se lamentaba de que su esposa le reprocharía que se hubiera ensuciado la ropa. Entonces le sacudimos el polvo del traje.
Para casarse, el hijo de la viuda del cuarto aspiraba a "una mujer que no supiera demasiado". Como es lógico, todas rebasaban sus modestas ambiciones, por lo menos en algunas disciplinas.
El chico de enfrente ha consagrado toda la tarde a tirar avioncitos de papel desde el balcón. En cuanto uno se estrella, corre dentro de la casa, fabrica otro y vuelve a empezar. No consigue que sus vehículos emprendan el vuelo.
La niñez lo devora todo.
La sombra de un pájaro, sin pájaro.
Un hombre de peinado gardeliano sentado en pijama durante años, de la mañanaa la noche, ante la puerta de su casa escuchando una gigantesca radio de madera.
Eliot o nada.
Yendo y viniendo por la acera, el loco gesticulaba al vacío. Los paseantes desconfiaban: el loco señalaba caminos imposibles.
¡Deprisa, achácale algún defecto o no podrás aguantar su indiferencia!
Como Chaplin en la cadena de montaje de Tiempos modernos. Como los remeros en las películas de romanos.
Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño tranquilo, comprendió que había sido víctima de un engaño: no se había transformado en una libélula.
El candidato sonríe a los desmemoriados.
Una pareja llevando un cochecito para mellizos con un bebé y un muñeco.
Una noche, todos los teléfonos del edificio empezaron a sonar alternadamente. Cuando paraba uno, comenzaba otro y después otro. La resistencia de algunas personas a desconectar sus aparatos (estaban pendientes de llamadas trascendentales: un velatorio, una partida de póquer, un viaje, una cita amorosa) impedía zanjar de raíz esta conjura telefónica. La Compañía de Teléfonos, por su parte, declinó toda obligación afirmando que era un asunto interno del inmueble. No obstante, a las dos de la mañana los teléfonos, luego de sonar todos a la vez, callaron de repente. Hecho que fue tomado por algunos como un extraño fallo técnico y por otros como una advertencia cuyo significado no alcanzaron a desentrañar.
Asomar la cabeza y perderla.
En el reloj de la esquina del correo son siempre las doce. A veces es demasiado temprano y a veces demasiado tarde.
Ahora que el diario trae la noticia de un secuestrado italiano que para combatir la soledad se dedicó con obstinación a amaestrar una rata, me acuerdo del caso de una mujer, madre de una clienta mía de Buenos Aires, que tenía una descomunal rata en su casa. La transportaba a todas partes en una caja perforada y, cada tanto, nos brindaba exhibiciones haciéndola desplazarse con notable equilibrio, los brazos abiertos en cruz, de una mano a la otra. Ida yvuelta.
El cuerpo salva al cuerpo. Y así lo pierde.
En su Historia del Arte, Ernst H. Gombrich apostilla que, en el siglo XIX, las estampas japonesas que revolucionaron el grabado al abandonar los temas tradicionales por otros inspirados en la vida cotidiana, tan ensalzadas por los impresionistas franceses, eran, por el contrario, desdeñadas por los coleccionistas japoneses, quienes anteponían a la vieja escuela. Así que con frecuencia arribaban a Europa usadas como papel de embalar o relleno de paquetes.
Me envidia que no haya logrado venderme por un plato de lentejas.
Déjate guiar. A donde quieras ir.
De vez en cuando, los sábados o domingos, saltando de un autobús a otro, íbamos a un terreno de mi abuela en un pueblo de la inmensa provincia de Buenos Aires. El motivo de la periódica y ajetreada excursión era comprobar que nadie se hubiera instalado abusivamente en él, previendo de este modo que, tras una prolongada ocupación y de acuerdo con las leyes vigentes, el terreno pasara a ser propiedad de sus moradores. No fue hasta muchos años después que supimos, al ponerlo a la venta, muerta mi abuela, que habíamos estado vigilando el terreno equivocado. El nuestro, por suerte, también estaba desocupado.
Era un cuento tan corto que el protagonista sólo entraba de perfil.
Justo antes de quitarse la vida abriendo la llave del gas, el poeta surrealista René Crevel prendió en su ojal un papel con una sola y estruendosa palabra: “Disgustado”.
Los operarios lavaban los trenes como a grandes paquidermos en reposo.
Cuando fue asesinado Alberto Ongaro un sentimiento de estupor sobresaltó las calles del pueblo. ¿Quién podía odiar a un anciano farmacéutico que durante más de cuarenta años había servido a sus conciudadanos con esmero y abnegación? Cuando a los pocos días fue asesinado el mecánico dental Jorge Ongaro, con la misma frialdad profesional y sin causa aparente, a la natural consternación se sumaron algunos jocosos comentarios sobre la insólita coincidencia de los apellidos, aunque no eran pocos los Ongaro de Arcobaleno, quizá sólo unidos por un remoto antepasado. Pero cuando el asesinado fue Antonio Ongaro, empleado administrativo, única víctima real, singular objetivo de una mano aborrecida, cesaron las bromas y ya no se habló de coincidencias, sino de acontecimientos sorprendentes y de justificado temor. Los Ongaro se demoraban en sus casas, sus parientes eludían las visitas. En ocasiones, se los descubría introduciéndose, al atardecer, en un bar o en un cine con ademanes de histérica despreocupación. Lo cierto es que uno a uno fallecieron Domingo, Juan, Diego y Vicente Ongaro. En algunos casos, la familia ofrecía confusas explicaciones de sus muertes: una intoxicación originada por unos medicamentos ingeridos por descuido o un súbito ataque al corazón provocado por un exceso de esfuerzo. Era una maldición de la que se negaban a formar parte. Perplejos y asustados, los supervivientes planeaban huir en medio de la noche. Una secreta culpa, oscuramente deseosa de expiación, los retenía, sin embargo, entregados a su destino. ¿Para qué huir?, ¿cómo huir?, ¿adónde huir?, se preguntaban. Tarde o temprano se había de pagar, razonaban, aquella humillación, aquel fraude, aquella fatal indiscreción. Y esperaban su turno: una falsa pista para una sola muerte verdadera.
(1986-2007)
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