Cristina Campo

Les sources de la Vivonne

Traducción de Pablo Romero

 


 

Composición sobre: Rigolithe: Vivonne

 


Pablo Romero

Cristina Campo


 

Es un misterio que Cristina Campo (1924-1977), una de las cimas de la literatura italiana del siglo XX, siga siendo una desconocida en España. Cuando se le recuerda es de manera periférica, por su amistad con María Zambrano, o como figura a la sombra de su pareja, Elémire Zolla, un orientalista brillante, que también ha sido injustamente olvidado. La obra de Cristina Campo ni siquiera se ha traducido al español. Nos queda mucho por descubrir: una pasión desmesurada por la forma, que ella entendió siempre como una vocación superior -el estilo se confunde en su obra con el destino, la pureza, y el sacrificio-, una obra breve y maldita, un puñado poemas que rozan la perfección. Cristina Campo escribió sobre los cuentos de hadas y las fábulas, sobre el rito, sobre la rebeldía luciferina en un mundo consagrado a la fealdad. Su devoción por el ángel de oriente y el icono -combatió el Novus Ordo Missae en favor de la liturgia latina tradicional, y acabó aproximándose al cristianismo oriental- la acercan al cristianismo rebelde de su maestra, Simone Weil.

La editorial Adelphi ha publicado Gli Imperdonabili, que abarca prácticamente la totalidad de su obra. Para Cristina Campo son imperdonables aquellas personas que aún se atreven a buscar "la perfección perdida en una época de progreso puramente horizontal, de masacre universal del símbolo, de crucifixión de la belleza", los hermosos vencidos, los malditos, oficiantes de un rito que parece estar a punto de desaparecer. Además de su talento para la poesía tiene el don del ensayista, la capacidad de encontrar analogías y correspondencias. Para llegar a la idea de perfección -centro invisible de su obra- nos hablará de Las mil y una noches, de Gottfried Benn, de la belleza olvidada, o del destino. Roberto Calasso la incluye dentro de la hermandad de los imperdonables: "ha llegado el momento de que los lectores se den cuenta de que en Italia, entre tanto promotor de su propia mediocridad, ha vivido también esta trapense de la perfección".

La soledad de Cristina Campo es insolente y monástica. En sus poemas y en su prosa hay siempre una distancia aristocrática, un desdén elegante que supo convertir en acero para batirse con los nuevos tiempos. Cristina De Stefano habla de este talante combativo en su biografía Belinda y el monstruo: vida secreta de Cristina Campo:

"El mundo que nació con la posguerra y el boom económico es para ella un planeta inhabitable donde los rostros, las costumbres y los usos agonizan en la homogeneidad, donde todo gesto es intercambiable y por tanto vacío de sentido. Un mundo donde se ha perdido para siempre la idea de destino, que para ella es esencial. Es profundamente antimoderna. Piensa que el mundo moderno es una impostura y el progreso -idea atea por excelencia, ha escrito Simone Weil- una mentira peligrosa. Se asoma a otros siglos, íntimamente insatisfecha con el suyo".

Teniendo en cuenta estas inclinaciones no es de extrañar que la obra de Simone Weil le marcara profundamente. Con ella estableció una relación de filiación espiritual, un vínculo de pertenencia que se aprecia, por ejemplo, en sus impresiones sobre la atención:

"Verdaderamente todo error humano, poético, espiritual no es, en esencia, más que una forma de desatención. Cuando se le pide a un hombre que no se distraiga nunca, que se sustraiga sin reposo al equívoco de la imaginación, a la pereza del hábito, a la hipnosis de la costumbre, cuando se le exige su capacidad de prestar atención, se le está pidiendo que actúe de la manera más alta. Se le pide algo próximo a la santidad en un tiempo que parece perseguir tan solo -con furia ciega y un éxito paralizador- el divorcio absoluto de la mente humana de su propia capacidad de atención".

Si la obra de Cristina Campo ya era marginal durante la República de Saló no es difícil comprender su aislamiento en los años de posguerra. Se cumple, una vez más, la profecía fúnebre de Michel Mourlet: "Dentro de poco la importancia de un libro se medirá únicamente por el silencio que lo rodea". No debe sorprendernos que el silencio que rodea la obra de Cristina Campo sea vasto e invencible: está a la altura de su genio. El juicio al respecto de la propia autora es sorprendente. Dijo una vez de sí misma, con sprezzatura, esa distancia olímpica que le caracteriza, y recurriendo a la tercera persona, que había "escrito poco, y le gustaría haber escrito aún menos". En ese lema austero se expresa una vocación que cada día nos parece más extraña: la búsqueda de la perfección.

 


Las fuentes del Vivonne


 

Entre las innumerables decepciones que surcan con hilos negros la alfombra de su poema, Marcel Proust, como es conocido, cuenta con una meta: les sources de la Vivonne. Llega con su amiga Gilberte (tienen cuarenta años) después de toda una vida de quimeras en torno a ese manantial, y en lugar de encontrar algo extraterrestre, la Entrada a los Infiernos, ¿qué ve? "Una especie de lavadero cuadrado por el que subían las burbujas".

Esta frase glacial, en la que Proust parece querer comprimir, suprimir como el gigante en la vinajera su gran sueño fluvial, puede revelar, por el contrario, una especie de temor sagrado. Infinitamente más delicada y tremenda es la presencia de lo inmenso en lo pequeño que la dilatación de lo pequeño en lo inmenso y Leopardi no debía pensar de manera diferente cuando la extrema pequeñez de la tumba de Tasso -precisamente esa extrema pequeñez- le hizo estremecerse.

Recuerdo una imagen que podría compararse con el lavadero de Proust: una antigua fotografía del manantial del Tíber. Dos botas de montañero flanquean, como los pies del coloso de Rodas, la pequeña vena que brota, tenue capullo, de una anfractuosidad de nieve cristalina y piedras negras. Maravilla inagotable de estas imágenes. Pienso que así de maravillosa debe parecer aquella pequeña puerta de Micenas después de Esquilo, sobre todo después de la Ilíada, donde la sandalia de un guerrero puede oscurecer una página entera. En la Ilíada, en cualquier caso, es terrible el pequeño cabrahígo, confín de los tres círculos mortales que el príncipe heredero describe en torno al reino; son terribles los lavaderos desiertos, "hermosos, todos de piedra", cerca de las puertas del reino -y no los catálogos de grandes cuerpos sin vida, la hoguera del amigo adorable.

En su tratado sobre el arte de componer jardines un gentilhombre inglés dio la palma a los italianos, alabando la belleza y equidad de las proporciones, noblemente ocultas en la modestia de los recintos. "Si se ha tenido el cuidado" observó "de que la expectación sea algo inferior a la realidad conseguiremos el estremecimiento suplementario de la maravilla". Se trata, en todos los ámbitos, de un precepto de oro, pero ¿y si lo invirtiésemos? "Si se ha tenido el cuidado de que la realidad sea algo inferior a la expectación..." Aquí está el umbral mágico, el hilo de seda que la espada no puede cortar y que, en las sagas del rey Laurino, defiende sin precio los reinos. Lo comprendieron con delicadeza los tres grandes de la casa Medici que, después de deslumbrantes ceremonias de bienvenida, asombraban a los bizantinos, los lombardos, los romanos con la aridez orgullosa del palacio rústico. Podría decirse que la estrella tramontana que guió a esa dinastía misteriosa fue el genio de la litote.

A un niño que lee se le promete la aparición del rey: palabra rutilante. Pero el cuento, astuto y adivino, sabe más que él: "Los heraldos tocaron las trompetas, las puertas de oro se abrieron de par en par. Apareció el rey, pálido y triste, sin cetro ni corona, todo vestido de luto".

(El reino del cuento, ha dicho alguien, puede ser éxtasis pero es sobre todo una tierra de pathos, de símbolos de dolor).

Encontrar en una imagen mítica las primeras vestiduras terrenas, reconducir vastas y vagas líneas a la firmeza incorruptible de lo real es una vía que conduce a la verdad y que realmente alcanza el pathos cuando hay que volver a devanar, como hilos de niebla, sueños que estirpes enteras han deshecho. Las entradas a los Talleres del mago Mandrone, en cierta cumbre desconocida del Adamello, o a las Minas del Rey Laurino en Rosengarten -lugares en los que se perdieron clanes enteros de pastores, cantando en octavas, fabulando junto al fuego- también se han fotografiado. La primera es un agujero en forma de rombo, y allí conducen, como muros místicos, bloques de hielo puro, oscurecidos por el cielo negro de la montaña. La otra es una hendidura horizontal casi al nivel del suelo, medio oculta por un espolón rocoso y cegada por los detritos (que la leyenda quiere acumulados por el Rey Laurino en la época de su desdén hacia los hombres). Se puede imaginar la ascensión del antiguo montañés hasta esas cumbres, el instante de su detención, suspendido en la muralla, vacilante tras la última peña, la visión rápida y ebria de las concavidades, nudo de tantos sueños dolorosos, entre ráfagas de vapores y el manto negro de la tempestad.

En los libros que hoy recogen lo que queda de aquellas sagas los pasajes que magnetizan al niño son con frecuencia, cosa extraña, precisamente las conclusiones luctuosas: " Ahora sólo dos montones de piedras señalan el punto donde, sobre el altiplano, surgía el vestíbulo del palacio real de Vaglianella...". O bien: "Ahora la cabaña de los nomeolvides ya no existe. Los pastores que pasan por Val Travegnol se dicen entre ellos, señalando el prado completamente azul: Mirad, hace tiempo estaba aquí la tambra de selièttes (la cabaña de los nomeolvides)...".

Aún es plausible, de alguna manera, que en una exposición de tesoros orientales el ojo abandone estatuas, cerámicas, hojas invencibles, para fijarse en una pequeña vitrina: allí donde, chamuscado, manco desde el torso hacia abajo como una luciérnaga sin cola, se apoya un pequeño león hecho en pasta de lapislázuli "recogido entre las ruinas del palacio real de Persépolis después del incendio provocado por Alejandro el macedonio". No lo es el hecho de que en una llanura de Sicilia el camionero frene todavía con el mono de trabajo a mitad del desierto, que aún le indique al extranjero la huella, en una antigua muralla, "del casco del caballo de Rinaldo de Montalbán". ¿Qué ve ese hombre en el pequeño cráter? ¿Es la presencia carismática del pasado, el testigo de la visión precisa e inencontrable entregada a una piedra por los muertos? Es cierto que en esas señales se arrojó algo para siempre con una sonrisa sutil, como el bastón de Próspero en el fondo del mar.

Se puede ver, en un punto de Europa, la mesita infantil, desconchada y vacilante, en la que un alto poeta escribió gran parte de su obra. Se encuentra, esa mesita, en un kiosquillo de hierro forjado, una solitude a pocos metros de un pabellón de caza, bajo la espesa vegetación de algunos melocotoneros. A quien lo mira le parece ver, desde debajo de esas tres pulgadas de madera, romper y dominar majestuosa la columna del universo de ese poeta, sus palacios parecidos a inagotables enigmas, sus dédalos, sus mercaderes, sus prisioneros "de altísima condición". Precisamente como una columna de petróleo que, manando desde un ángulo del melocotonar, se apresura a poner en movimiento flotas y ciudades.

Sólo algunos han visto los Lugares Santos y ni siquiera es lícito figurarse el encuentro del hombre pío con las cuatro piedras que fueron el Templo de Salomón, la torre desde la que el Redentor fue tentado para que se arrojara. O la roca (se la venera no recuerdo en qué lugar sagrado) donde se imprimió como en arcilla húmeda la huella de sus pies divinos.

Que el Valle de Josafat, el teatro de las responsos extremos evocado por Joel, sea en realidad una modesta cuenca al este de Jerusalén atravesada por el hilo delicado del Cedrón, no es menos terrorífico que ese "pergamino que se enrolla" al que, con procedimiento inverso, reduciéndolo a un círculo de diez dedos, el mismo Joel asimila los cielos inconcebibles en la hora en que el espacio tendrá fin.

(Estos, supongo, son los vértices de la pirámide. En sus bases quizá esté -ciego, petrificado e igualmente terrorífico- el Trilobite de la Era Primaria. Pues tiene en un palmo, con su minuciosa geometría, su elegancia atroz de coraza china, ese primer dibujo de la vida sobre un astro muerto).

Pequeños lugares en ruinas, excavados por todos los vientos, comidos por milenios de lluvias. Perfiles de rocas, umbrales de selvas en las que se deshicieron en relámpagos, plenilunios, remolinos de vapores, las apariciones que dieron al viejo mundo sus terrores y sus cantos. Capullos de sabiduría perenne, iconos de inmensas ceremonias, ¿cuál era su tarea? Ciertamente, la vida manaba a borbotones cuando peregrinos y cruzados con el corazón en llamas daban noticia de un extremo a otro del mundo, cuando los monjes escribían durante siglos sobre blancas pieles de animales con grandes letras de oro. El poeta concentraba la mirada como se concentra sobre la estatuilla de cera roja pinchada por el alfiler, para investirla con las energías suplicantes del amor, para conseguir algo que está entre lo que no se puede decir y aquello que el hombre, de nuevo, intentará decir.

Típica de un poeta moderno es en Proust la impotencia dolorosa para saborear el verdadero rostro del asombro: ese camino invertido de lo infinito a lo finito, de los desiertos que el viento siempre anula a la pequeña Piedra Negra en el recinto prohibido de la Meca. Él codifica las leyes (practicadas ya desde hace más de un siglo, por lo demás) de la rêverie: ese anhelar inútil y culpable que "es más grande que lo verdadero". Pero sólo la verdad es más grande que lo verdadero, y sin embargo lo verdadero hace temblar cuando se muestra, tan pequeño, tan al alcance de la mano, tan corruptible. Es además la única envoltura otorgada a la visión. De entre todas las cosas la visión es la única que no se deja soñar, sólo adorar, con lágrimas de alegría, cuando se digna a manifestarse. ¡Qué pequeño y extraño, que concentrado e imperfecto debió revelarse el rostro de la Condesa de Trípoli para que Jaufré Rudel muriese sonriendo!

Abrimos el libro de Dante, buscamos el pasaje que en nuestro recuerdo es una tabla mosaica, que explica y sella destinos, en esta tierra y más allá; y lo descubrimos contenido en un terceto. No es extraño que, elevada lentamente sobre el teclado de una de sus ciudades de Dios, Bach nos muestre de nuevo la piedra angular: cuatro pequeñas notas.

Hoy se oye a menudo la frase ingenua: "No podría decirte lo grande que es". Y efectivamente no se puede decir, ¿puede entender la mente lo enorme? ¿Significa algo para la imaginación (esa flor durmiente que abre de repente valvas tan crueles) que el perímetro del centro atómico de X mide veinte kilómetros, que el misil lanzado desde la base Y pesa 90 toneladas, que el estadio de Z tenga un aforo de quinientos mil espectadores?

Con tres palmos de alto, severa y sabia la mirada, el Rey Laurino aterroriza y conmueve; el destino de Goliat y Polifemo es risible.

"No te sé decir lo pequeña que es", dijo extático y con el ceño fruncido un amigo que volvía de la ribera de Cumas, tan cuidadosamente descrita por Virgilio hasta esa garganta "de olor maloliente".

"No te sé decir cómo es de grande", y comprendía qué llena de eternidad está esa pizca de arena, esa porción de materia nauseabunda: la Entrada a los Infiernos, precisamente, el útero de la poesía y la primera raíz de una raza.

Proust introduce la crónica de un tiempo desafortunado, el tiempo del "más grande, aún más grande, ¿pero cuánto? No lo sé...". Y no hay duda de que su poema no sería como es sin este lamento del asombro perdido. (Lamento que un verdadero maestro de la desventura, por ejemplo Tasso, nunca hubiera sabido comprender, él, que en el hospital de los locos volvía a escuchar el inocente y maravilloso concierto del Dialogo de la familia).

¿Cómo pudo arraigar y ramificar una obra maestra sobre una medida tan ilusoria del universo, sobre este preámbulo, luto ciego del corazón?

Y sin embargo Proust, un hombre ya mutilado, siguió siendo implacablemente un poeta. Comprendió, como todos los poetas antes que él (como lo comprendió Leopardi, hombre igualmente mutilado), que el camino de la poesía es uno y es irreversible. No es sino la reverencia por el significado teológico del límite: el precepto de obrar a semejanza de Dios: desde el Sinaí a la zarza ardiente, desde el Tabor a un pedacito de Pan.

(¿Qué es, en fin, un dogma sino un círculo trazado con punta de diamante por la palabra, siete veces purgada, en torno a una medida de lo indecible?)

La única garantía del misterio es el irrepetible esplendor del objeto real en el que momentáneamente un espíritu hace morada. Y de nuevo, ¿qué es la poesía de Proust sino el regreso infinitamente testarudo del análisis reticular, del pensamiento galáctico al objeto particular y concreto: la metáfora, la precisa y relampagueante similitud? "Nunca han sido tan infinitos los Guermantes" recordó un escritor "como en esa simple G roja sobre el paño negro en la que Robert de Saint Loup desaparece al final, como el dios pagano se envuelve en su nube...".

Dilatando los límites del objeto, haciendo pedazos el hilo de seda que rodeaba el reino, el hombre ha hecho que huyan huéspedes sublimes. Pero esta es otra violencia de la que se habla a disgusto.

De Gli imperdonabili, Ed. Adelphi, 2004.


 

Cabecera

Portada

Índice