Basilio Sánchez

Canción votiva


 

Caspar David Friedrich: Dos hombres mirando la luna

 


 

CANCIÓN VOTIVA

   
Desprovista más tarde de sus antiguos muros, 
la ciudad quedó expuesta.

Sólo fuimos conscientes cuando todas 
las hojas de los árboles 
yacían en el suelo como una alegoría de la devastación, 
como un silencio nuevo o largamente ignorado.

La vida, 
la repisa humeante con la última
floración de la vela, las palabras,
los ruidos cotidianos de las habitaciones
abiertas de la casa, todo lo que creímos
que permanecería, los recuerdos
a los que confiamos nuestra supervivencia. 

Ahora el aire penetra entre las grietas 
y un animal se tiende ante una puerta doblada por el aire.

Y dentro de esta casa, reducidos 
ahora hasta su esencia, nuestros propios murmullos, 
las confusas imágenes surgidas de las fábulas, 
los ecos que denotan un pasado prudente.

Porque el bosque ha llegado hasta tu cuarto, 
hasta tu ropa íntima, 
y una lámpara tiembla con una luz lejana entre las piedras
de la gran chimenea,
sin esplendor apenas en su último gesto.

Sobre la mesa oscura, 
la fruta endurecida y los destellos
de todas las miradas, 
todo el uso que hicimos de la felicidad.

Sólo queda la noche. 
En un jardín en ruinas sólo queda la noche,
la doble oscuridad que proporciona 
la invasión de la zarza. 
Sólo el ruido del agua, la música, el sonido 
de los árboles huecos, el latido de dios.

Desleído el paisaje, un pájaro invisible 
dibuja los contornos: me conducen 
el río de las piedras y una luz fragmentada, 
su ceniza doméstica.

En el recuerdo, siempre, la mano que se agita, 
la metáfora 
constante del exilio. Junto al fuego, 
yo había llenado entonces los vasos de mis hijos 
con un agua heredada y las mujeres 
narraban a los jóvenes las antiguas leyendas.

Ahora siento temor ante las cosas: 
la medida de nuestra decepción es un murmullo 
débilmente continuo, 
un gesto inconciliable. 
 
Hay un espacio íntimo para el pronunciamiento,
un lugar para el odio.

No es ésta la tristeza, es una larga
canción agonizante.


LA HABITACIÓN CERRADA No hay azar esta vez, sólo fidelidad, sólo constancia en un lugar que intuyo entre lo conocido y lo desconocido. Mientras crecen los gatos del crepúsculo y el jardín se oscurece, me doy cuenta de que estamos allí, uno al lado del otro en la penumbra de una habitación en la que todo nos parece cercano: las paredes, los cuadros, el silencioso círculo de la madera. Allí, en el desamparo de las casas habitadas del mundo, vivos en el sigilo de los muebles y en los cielos abiertos por la imaginación de un hombre, compartimos la caída en el sueño de tu mano sobre la inmensidad de otro vacío que de pronto se colma. Allí, mientras la noche se arrastra lentamente debajo de la mesa y los muros se enfrían, alumbrados apenas por las cosas, por su estremecimiento, por su reflejo último, sólo estamos nosotros. A la hora en que un hombre y una mujer descienden por la única calle de dos gritos, sólo el tiempo, el murmullo de unas cuantas palabras en las profundidades del agua de los labios.
PARA DECIR TU NOMBRE La lluvia que hace oscuros unos ojos de niña, el universo humilde de una nube de sombra. Una casa con la ventana abierta y la ropa tendida en el hilo de los pájaros; un macizo de flores con abejas para las libaciones. La que esparce la sal de nuestros ojos en las habitaciones de la nieve, la mano del dolor, la que ahora lanza la piedra del olvido contra el cielo de la memoria. La flor que amarillea en las heladas, el pequeño consuelo de unos labios. Bajo la luz del día, los helechos que oscurecen el río para la noche de los peces, la sombra que aglutina todas las otras sombras que he llevado en la vida junto a mí. La lumbre del invierno, la puerta que se abre sobre los cereales. Una tarde cualquiera suspendida de pronto en el reflejo de una pila de agua y las canciones que se cantan al sopor de las uvas, en la tranquilidad de los racimos. Cuando no queda nada, ese silencio que no es tuyo ni mío, que no sabe qué hacer con las pisadas insistentes de un hombre. Una rama amarilla en un recodo del paseo de las cruces; la luz contemplativa de unas cuantas farolas sobre la calle de la acacia.
LA CONDICIÓN HUMANA Un árbol, una nube del tamaño de un árbol, un camino de hojas. La luz que ahora declina, que ha perdido de nuevo a otro de sus hijos. La silueta de un hombre recortándose contra su inmensidad y que la lluvia suavemente reduce.
CON UN LIBRO EN LAS MANOS Germina una palabra sobre el papel de arroz. Como el dibujo a lápiz de un arbusto en un patio de nieve; como si los silencios de tu casa golpeasen los muros de la mía. Cuando tengo delante la mesa de madera con la pequeña luz desportillada que ha vivido conmigo. Cuando no tengo nada, y muy despacio comienzo a darme cuenta de que aún queda mucho sitio en los márgenes, mucha vida aguardando en la penumbra, en todos los lugares que ahora intuyo que se han vuelto accesibles. Porque hay alguien sumido en la nostalgia de un país interior y porque elijo, entre todas las puertas, aquella que se abre a la mirada de un hombre, la que es un árbol dentro de otro árbol. Con un libro en las manos. Aquí, en esta casa en la que sólo se muere de vejez.
EL PAÑUELO He encendido las luces de la casa para alumbrar la noche, para restablecer el equilibrio entre tu mano y la mía. Ahora mi silencio está en la boca de un pez. En medio de las sombras, el hombre que no teme a la muerte levanta su pañuelo, en el aire lo agita. Extraviado en lo oscuro, en lo que de la vida siempre ha sido ignorado, mi fidelidad es para las cosas que sé que aún no conozco, que están al otro lado de una puerta que a lo mejor no existe. La opacidad del agua, la flor roja del fondo, el alma de la noche en el vacío de la ventana. En medio del jardín, el árbol de la ciencia.
NO QUEDA NOCHE APENAS El humo, antes del alba, de todas las hogueras de la noche: éste es el camino de la ceniza. ¿Qué busco en el silencio de esta luz desmayada, qué alma fugitiva, qué piedad? La noche ha abierto un claro a nuestro alrededor, sobre nuestras conciencias. Antes de que la luz nos arrebate la diminuta sombra necesaria, dibujo con los ojos el contorno fragante de lo que no he perdido, de lo que aún protejo de la muerte, de la categoría de la razón. El alma y sus pendientes: el ave que remonta, el pez muerto que baja. Más tarde, las estrellas cruzarán esta puerta, brillarán en lo alto de otra oscuridad que no conozco. Mi esperanza, mi desesperación, arden lentamente en el incendio de una lámpara: vivo de la mirada de los signos, de los ojos del sueño, de todo lo sagrado que hay en la memoria. Sin embargo, no queda noche apenas, se ha hecho tarde ya para nuestra plegaria. Una mujer, al lado, abre en este momento una ventana, sostiene entre sus labios una hebra del día.
LOS TRABAJOS DEL DÍA El brillo de las uvas al final de la noche como un agua estancada. El humo, la mañana, la ciudad que se asoma con los ojos cerrados, amparada en el sueño, en la inocencia suavemente fingida de los amaneceres. El paso de las nubes sobre un paisaje inmóvil que se va esclareciendo. La inquietud de la savia como el roce de la mano de un niño, como un ruido que sube desde dentro, que amortiguan las hojas. La luz que se refleja en la ventana y que nos hace mirar, su pequeño destello imperceptible sobre la santidad de la madera. Las ramas de la acacia, la ceniza aún caliente del espino, el hombre que envejece sobre la misma piedra que tú y yo colocamos y que hemos decidido guardar para nosotros. Es lo mismo de siempre: el vuelo circular de las palabras sobre todas las cosas; el trabajo, antes de que la noche se vuelva imprescindible, de organizar a solas, con un poco de luz, otra vez el paisaje.
SIN MEMORIA Casi toda la tarde viendo caer el agua. Una a una parece que las sombras las ponemos nosotros. Llueve sobre los restos de la lluvia, sobre todas las cosas que no han podido ser recuperadas. Lo cercano, para mis ojos ciegos, también está ahora oculto. Llega como el silencio que ha cruzado la puerta, que ya está en nuestra casa. Es un dolor pequeño pero reconocible, un pensamiento sordo, un grito débil detenido en los labios, en la respiración. De nuevo el desafío de la lluvia como si me empujaran contra una pared. ¿Qué ha sido la muerte para nosotros sino una belleza descuidada? Al final de los años queda un poso de hojas que no desaparece, un silencio amarillo que conspira, que reclama para sí mi futuro. Pero abro los ojos y es sólo el parpadeo de un hombre sin memoria con un cuenco de agua picoteado por los pájaros.

 

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