Antonio Redondo Andújar

Alegorías


 

Joaquím Sunyer: Desnudo en la playa

 


 

PALABRAS DE UN MENDIGO


Veo ante mí un desfile de figuras -que existen, pero no para mis manos-. No intentaré apresarlas, no podría. ¿Qué sería de mí con tantos rostros? ¿Qué sería de mí con tantos cuerpos fundidos con el mío? Nada sería al cabo, nada nuevo. Tal vez sólo desorden, fiebre acaso. Y de ellos, ¿qué sería? ¿Dejarían de ser? ¿Serían en mí mismo? No lo creo. Tal vez acabarían con mi vida. Por eso no los miro. Por eso sólo veo unas figuras casi sin existencia. Sólo extiendo la palma de la mano y depositan en ella un pequeño pedazo de su alma. Me la llevo a la boca. A veces siento náuseas. Otras veces, cuando cierro los ojos, siento un placer intenso, un placer que, inocente, se parece a una lágrima.

 




EL JUEGO MÁS HERMOSO


Ayer el mar abierto jugaba con la luz. Los alegres destellos de su embriaguez amante hirieron mis pupilas. Hube de defenderme como me fue posible: me conformé tan sólo con fruncir levemente mi delicado ceño, tornándolo sombrío. Pude darme la vuelta y huir a toda prisa, mas me daba placer contemplar aquel juego: el mar, el más inmenso, acariciaba ardiente la aún más inmensa luz. Tanto dolor de pronto y, a la vez, lentamente, generó en mis facciones una hermosa sonrisa. Y musité despacio -para no entorpecer su delicado abrazo-: "Habré de unirme un día a tan solemne rito".

 




UN NUEVO SÍSIFO


Una voz interior me dice que desista, que no siga intentándolo, mas nunca la obedezco. Vuelvo a bajar la piedra sobre mis hombros frágiles, mi desollada espalda, de lo alto del monte al valle en el que habitan todos los seres vivos. La devuelvo a la tierra, a nuestra madre tierra y, apresuradamente, sin razón, por sí sola, asciende como el humo de una voraz hoguera a una más alta cumbre. Y sé, desconsolado, que habré de perseguirla y hacerla descender mientras me quede, al menos, un ápice de vida. Si mis contemporáneos, como yo, la aferraran con ardor vehemente, ya nunca ascendería. Mas, ay, siguen posando sus ojos en el cielo mientras yo, en mi tortura, sigo oyendo una voz interior que me dice: "Desiste, no lo intentes, sé paciente como ellos".

 




OTRO NUEVO ATUENDO DE PIERROT


Hoy vuelvo a presentarme con un nuevo disfraz. Puedo ser cualquier cosa: mi ser es poder ser. Porque a mi lado todo se presenta de nuevo con una luz distinta y habrá de presentarse de otra forma distinta si mi disfraz varía. No he sido siempre triste. A veces he entonado canciones melancólicas porque tengo derecho a exigir las caricias de esa inocente esposa que llamamos tristeza. Mas hoy estoy de fiesta aunque una tibia lágrima resbale dulcemente por mi tersa mejilla. Festivo es mi disfraz y jocundo mi espíritu. Hoy la naturaleza ante mí danza alegre y yo dejo que dance y que sea a su antojo. Apenas pienso en ella. Y en este no pensar hallan su ser las cosas y yo mi poder ser: mi proyecto mil veces por siempre renovado.

 




UN ESCULTOR CONTEMPLA SU ÚLTIMA OBRA


Nada nuevo ha surgido de tus manos, hartas ya de enfrentarse con la piedra. Vacías han de estar, mas no por siempre. Mira a tu alrededor: en todo hay vida. Tú mismo, aunque dormido, estás viviendo y en sueños ves un flujo permanente. Atrás quedó el dulzor y la amargura. Nuestra noche sagrada ya declina. Prepara tu cincel, la piedra aguarda: con las primeras luces de la aurora moldearás en ella otra belleza.

 




PRIMAVERA


La primavera posa sus coloridos ojos sobre este invierno triste que ha huido sin quererlo. Sé que ella no ha posado sus ojos sobre mí, pero yo ya comienzo a entrever sus perfiles. Las flores del almendro, aunque sonríen tímidas, presienten que es muy pronto, que el hielo está presente y que habrá de traerles el más que horrendo rostro de una muerte segura. Mas yo, triste, muy triste, que nací en primavera al igual que vosotras, eternas prematuras, sé lo que no sabéis: que en ese mismo almendro renaceréis de nuevo y que esta gran tristeza que siento contemplándoos traerá una permanente alegría perdida.

 




VOLUNTAD


Quiero ser como el sol que asoma cada aurora y que se entrega a todos, aunque sólo unos pocos se atrevan a posar la mirada en su luz y a gozar de sus dones.
Quiero ser el arroyo que fluye libremente y que jamás supone que abrevarán en él los hombres y las bestias, sino que sólo fluye y sin quererlo inunda de verdura sus márgenes.
Quiero ser como el viento que asola las campiñas y que limpia los cielos de nubes tormentosas sin saber si hace bien o hace mal siendo él mismo.
Quiero ser una nube y derramar mi lluvia en la sedienta tierra sin querer, sin capricho, sin sentirlo siquiera.
Y quiero por amor ser estas cosas, mas sólo soy un hombre: un hombre que al querer ser tantas cosas ha devenido al fin en todas ellas.

 




EL CAMINANTE


Desde donde se halla se vislumbra el tortuoso camino, levemente ascendente, que ya ha quedado atrás. A lo lejos se ven las montañas, nevadas todavía. Bajo sus pies, un valle eternamente verde: la hierba que lo habita procrea sin descanso, casi sin proponérselo, pese a estar invadida por infinitas gotas de rocío. El hombre, sin quererlo, la aplasta tras sus pasos porque no piensa en ella. Aunque pensara en ella igualmente lo haría. Tal vez la pisaría con algo de cuidado y no así, bruscamente. A lo lejos se escucha el agradable estruendo del agua que desciende de alguna de esas cumbres. Hacia allí se dirige el hombre, el caminante. Tiene los ojos tristes. Lo que anhela es llenarlos de la hermosa alegría que brota de las aguas que descienden orgullosas y libres. Al fin y al cabo el caminar del hombre es igualmente libre y orgulloso: el agua que desciende va arrastrando, también, frágiles hierbas y erosiona la tierra con su violento beso.

 




EL GRIS DEL CIELO


Llueve sobre las briznas de la hierba que crece en los espacios que ha dejado la ciudad en su avance persistente. Las carreteras cobran otro brillo: hasta parecen -silenciosas- bellas, despojadas de toda servidumbre. Los árboles extienden hacia el cielo -como siempre- sus brazos, mas ahora sin abrigo ninguno: ya es invierno. La luz es gris porque hoy el cielo es lóbrego y aunque el hombre camina con premura se detiene un momento a contemplarlo y se dice a sí mismo: "Aun gris es bello". Dos grúas paralelas se levantan sobre la tierra virgen. El cemento acabará cubriéndola y su manto la librará del frío y de la lluvia, mas siempre quedará un espacio libre en el que brotarán briznas de hierba que teñirán de verde el gris del cielo.

 



UN NUEVO JEREMÍAS


Si la miro, deja de ser real la arboleda frondosa. No hay niebla, mas parece que se ha posado en ella un magnífico velo que, aun siendo transparente, me oculta su figura verdadera. Si alzo mi vista al sol me sucede lo mismo: no brilla igual que antes y, como tengo frío, me dirijo a mi casa. Me siento en el sofá, frente a la estufa y, melancólico, lanzo un sordo lamento que, al no ser escuchado por nadie, se entretiene golpeándose en las cuatro paredes de la sala en que habito, hasta acabar tendido en el lecho, aún más sordo. Afuera brilla el sol de nuevo con gran ímpetu. Recobra la arboleda su verdor, su belleza. En la calle, triunfante, la algarabía reina y yo sigo sentado porque pienso: "¿Qué hacer? ¿Qué puedo hacer si soy, entre la turba, un nuevo Jeremías?"

 



LAS ROCAS


Una mujer y un hombre están tendidos, espalda contra espalda, en la aún ardiente arena de la playa. Es de noche e infinitas estrellas en el cielo su negrura iluminan. Han cerrado los ojos, mas no duermen. No hablan entre ellos. Si las olas del mar no golpeasen el más que inmóvil sueño de las rocas, no habría en el paisaje ni un asomo de vida. Las gaviotas, en este falso día, siguen volando exhaustas: monstruosas marionetas cuyos hilos agita el viento, sin sentido.
Una ola rebelde ha rozado los pies de los cuerpos tendidos. Como si obedecieran una orden, resortes de una máquina averiada que recobra su furia primitiva, encogen sus dos piernas y se sientan, el uno frente al otro. Se miran en silencio y, aunque se reconocen, siguen así, sentados, sin parpadear apenas, ante las amenazas de un mar jamás en calma.

 



EL FALSO VIAJE


El tren separa en dos lo que la vista alcanza a atrapar del paisaje. Un hombre viaja solo en un vagón. Es algo accidental pues hay butacas que, pronto o tarde, acabarán cumpliendo su monótono y útil cometido. No sabe a dónde va, lo que le espera.
"Es lo mismo -se dice-. Un sitio u otro sabrá darme cobijo. Habré de abandonarlo gustoso o por la fuerza. Y entonces viajaré más lejos -sí, más lejos- para un día encontrar esa tierra añorada que paciente me aguarda, mi propio paraíso".
Es un hombre que huye, siempre huye: que está desengañado de sí mismo.

 




EL NIÑO


En la ciudad los árboles asumen la divina misión de recordarnos que somos, como ellos, naturales. Eso lo sabe el niño que los mira camino del colegio. Llega tarde porque se queda absorto frente a uno hasta que una mujer, tal vez su madre, lo coge de la mano y le hace un gesto -que aquel entiende como de amenaza-, al tiempo que se empeña en inculcarle la noción del deber, de la premura.
Mas él dibuja luego en su pupitre un árbol gigantesco -cuyas hojas se mantendrán eternamente verdes- que mirará, sin prisa, cuando quiera.

 




UN VAGABUNDO


He visto a un vagabundo previniendo a un anciano de un peligro inminente. No se lo ha agradecido. Apenas lo ha mirado y ha seguido caminando, ceñudo. Seguro que ha pensado: "Este mendigo quiere que le dé algún dinero".
No era tal el peligro. De hecho ante mis ojos ha seguido la vida su a veces despiadado y otras hermoso curso.
El anciano, ofendido, se alejó lentamente, camino de su casa. El vagabundo amable sigue aún en la calle, con el deber cumplido, sin sentir ni una pizca de rencor.

 




COMO EL VIENTO


El viento nada tiene. Agita, arremolina, en suma, avienta aquello que no es suyo. Apenas si recibe por su esfuerzo los ociosos aplausos de los dioses. Mas por destino horada con su ímpetu la más enorme roca y perturba la faz de los desiertos sin pararse a abrevar en sus oasis.
El viento es como tantos, tantos hombres que al no tener, como él, tampoco nada se dedican a transformar aquello que no les pertenece sólo por abrevar, de vez en cuando, en ficticios oasis a los que denomina "paraísos perdidos". No actúan por azar ni por destino, porque en el fondo son los dueños de ambos. Ignoran su poder pues también pueden, si no horadar, mellar enormes rocas y convertir desiertos en oasis, tan sólo con saber dónde está el punto más débil de la roca y cómo hacer surgir de este desierto un compartido y justo nuevo oasis.



 

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