Agustín María García López

Rubén Darío y los Doce Trabajos de Deyanira

 

Evelyn De Morgan: Deyanira

 


 

Como es sabido, Deyanira fue, en el mito, la esposa de Hércules. El propio Rubén, en uno de los poemas mayores de nuestra lírica, el «Coloquio de los Centauros», la muestra como clave, cifra y símbolo de la Idea: «¡El enigma es el rostro fatal de Dejanira!». Deyanira se nos presenta como una figuración simbólica del Andrógino. En El Banquete, Platón atribuye a Eros, a través de las palabras que Sócrates pone en boca de la sabia extranjera, Diotima de Mantinea, la condición de ser un gran daimon, que «al estar en medio de unos y otros, rellena el espacio entre ambos, de suerte que todo queda unido consigo mismo». La Esfinge establece el Alfa y la Omega, el principio y el fin, desde la inexistencia al sinsentido. Los contrarios, cuerpo y alma, espíritu y materia, bien y mal, dividen el Andrógino originario en sexos diferentes. De ahí que tanto el término anhelo como el término fusión —junto a todas sus variantes semánticas— configuren una especie de marca de agua que se deja traslucir a través de toda la obra poética dariana. Pero demos paso al capítulo de los trabajos. A Hércules, como sabéis, le fue encomendada la realización de doce trabajos de naturaleza heroica, a saber: matar al León de Nemea, y despojarlo de su piel; acabar con la Hidra de Lerna; la captura de la Cierva de Cerinea; la captura del Jabalí de Cerimanto; la limpieza de los establos de Augias, para lo que desvía el curso de los ríos Alfeo y Peneo; la muerte de los Pájaros de Estínfalo; la captura del Toro de Creta; el robo de las Yeguas de Diomedes; el robo del cinturón de Hipólita; el expolio de los toros rojos de Gerión, en nuestra tierra, al igual que el robo de las manzanas de oro de nuestro Jardín de las Hespérides, para concluir, nada menos, que con la captura del Can Cerbero, y su deportación del mismo infierno. Si atendemos ahora al campo semántico donde se inscriben los verbos de acción que definen tales trabajos, veremos que —por muy heroicos que sean considerados— estamos hablando en realidad de tres términos que recogen la significación de todos los demás: 'dar muerte', 'robar', 'secuestrar', o de la hybris que supone la acción de 'desviar ríos'. Y no olvidemos que los doce trabajos fueron, como diríamos hoy, «encargos». Vayamos ahora con Deyanira, uno de los muchos nombres de mujer que recorren todo el camino de la poesía de Darío, como símbolos múltiples de una sola significación, ricamente ambigua: el eterno femenino. En la estrofa final del segundo poema de Prosas profanas, «Divagación», el poeta contempla a la mujer ideal en su riqueza plena y enigmática, sentimental e inquietante, puramente fenomenológica y, en sus propias palabras, «honda como la mar»; culta —de libros y de sangre— y ecuménica, única y plural: «Ámame así, fatal, cosmopolita, / universal, inmensa, única, sola / y todas; misteriosa y erudita: / ámame mar y nube, espuma y ola». En el volumen correspondiente al siglo XIX de la Collection Littéraire Lagard & Michard, los autores escriben sobre el poeta Gérard de Nerval, el sublime autor de Aurélia, estas hermosas palabras, que me apresuro a traducir: «la muerte de Jenny en 1842 les da un nuevo desarrollo a sus sueños místicos: Aurélia llegará a ser para él una criatura celeste que se confundirá con las diosas orientales, Isis o Cibeles, con la Virgen María y con su propia madre». La ambigua fascinación de Rubén Darío por la mujer adquiere tintes de asombro, de thauma; presencia y remembranza traspasan toda geografía y todo tiempo; es pura música cristalina que se derrama en risas eternas, divinas por eternas: «¿Fue acaso en el Norte o en el Mediodía? / Yo el tiempo y el día y el país ignoro; / pero sé que Eulalia ríe todavía, / ¡y es cruel y eterna su risa de oro!». En el prado de lirios blancos donde, como sucede con el aroma a damas de noche que envuelve el rastro de las damas manriqueñas, su primera esposa, Stella, es evocada —sinfonía en blanco— al modo en que es evocada la Aurélia de Nerval. El poeta se dirige al «lirio divino, lirio de las Anunciaciones»: «¿Has visto acaso el vuelo del alma de mi Stella, / la hermana de Ligeia, por quien mi canto a veces es tan triste?». Concluyamos. El alma superior que alienta en la protagonista de la «Sonatina» —por ello recibe la denominación puramente simbólica de 'princesa'— guarda una perfecta homología con el sentido que hemos querido darle a Deyanira. Lejos de la interpretación literal, hemos de conformar un quiebro hermenéutico que dé cuenta —al menos de modo apresurado— de la conjunción de los otros dos sentidos del texto: simbólico e iniciático. La «pobrecita» princesa —aún no se les tenía, como ahora, terror a los diminutivos, presentes en Machado y en la poesía de raigambre popular— no es un ser sumiso a la espera de un príncipe que la convierta en objeto a su servicio, puesto que la mujer posee de por sí «como tesoro» determinante —en acto o en potencia— «las flechas de Eros, / el cinto de Cipria, la rueca de Onfalia». La protagonista de la «Sonatina» se halla cautiva de las circunstancias, entre las que no es menor la cuádruple presencia de la fuerza bruta: «Está presa en sus oros, está presa en sus tules, / en la jaula de mármol del palacio real; / el palacio soberbio que vigilan los guardas, / que custodian cien negros con sus cien alabardas, / un lebrel que no duerme y un dragón colosal». Sin embargo, espera la fusión, que no dependencia, con el espíritu masculino, representado por «el feliz caballero que te adora sin verte». Fusión de doble dirección, ajerárquica, que halla su más acertada formulación lírica en el poema «Mía»: «Tu sexo fundiste / con mi sexo fuerte, / fundiendo dos bronces. // Yo triste, tú triste... / ¿No has de ser entonces / mía hasta la muerte?». El caballero, peregrino romántico, héroe de los cuentos de hadas, figura elegante de los lienzos prerrafaelistas, ha vencido, como el amor quevedesco, a Thánatos, en aras de un tiempo sin tiempo y de un espacio sin espacio, de una levedad extrema en el espesor ontológico, para intentar así la fusión con la mujer, con su propia alma, con la Idea: «y que llega de lejos, vencedor de la Muerte, / a encenderte los labios con un beso de amor». Mientras tanto, Deyanira, o el eterno femenino, no pierde su tiempo sin tiempo en trabajos de depredación. Su actividad sorprendente —en ciernes o consumada— se diversifica en empresas de riesgo y maravilla: en «El poeta alaba los ojos negros de Julia», nuestro padre Rubén compara la luz poderosa de los uellos nidios con la fuerza de las mujeres de potestad legendaria: «Pentesilea, reina de amazonas, / Judith, espada y fuerza de Betulia, / Cleopatra, encantadora de coronas, / la luz tuvieron de tus ojos, Julia»; o situado en la línea de tierra del diedro temporal que une el tiempo de la leyenda con el tiempo coetáneo de la cosmópolis bonaerense, el poeta canta a la «espléndida sportwoman, en su celeste carro, / la emperatriz Titania seguida de Oberón»; lejos de todo solipsismo y dependencia, la Aurélia eterna de la «Sonatina», perdiéndose en su vuelo más allá del camino quíntuple de la música «quiere ser golondrina, quiere ser mariposa, / tener alas ligeras, bajo el cielo volar; / ir al sol por la escala luminosa de un rayo, / saludar a los lirios con los versos de mayo / o perderse en el viento sobre el trueno del mar».

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Hasta aquí, dimos cuenta de los Doce Trabajos de Deyanira. Falta por consignar la mayor de todas sus empresas: devolverles la libertad a los seres humanos —a todos los seres humanos—: «¡...Y al torcer tus cabellos apagaste el infierno!».


 

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