Antonio Gamoneda

Un armario lleno de sombra

 

Mark Rothko: Negro sobre marrón

 


No sé si mi voluntad de escribir utilizando recuerdos tiene alguna causa. Advierto que el olvido progresa en mí y que se hace parte de un silencio intelectual que, fugazmente, me proporciona algo parecido a un bienestar. Un bienestar vacío.

En mi poesía, reconocibles (reconocibles para mí), están las señas figurativas de rostros y sucesos. Se trata de concertarlas con el olvido. No haré esto de manera irreprochable; será con los rasgos visionarios que habrán adquirido. A través de ciertas mentiras, la verdad se hace más posible.

Volviendo a las causas, cabe sospechar (puedo hacerlo yo mismo) que haya sido tomado por la tentación de una argucia: abandonar a la poesía antes de que ella me abandone a mí. No parece muy interesante la averiguación; prefiero descansar en la causa desconocida y aceptar la ausencia de finalidad y la posible malformación de los recuerdos.

[...]

Hay situaciones, unas lejanas y otras anteriores a mi vida, que tienen forma en mi pensamiento; están dentro de luces declinantes o inmóviles. Con mejor precisión, recuerdo los pregones y los fracasos de cristal o de loza; el olor a trementina de los muebles y el de la cera que no podía pisarse. Veo montones de estiércol, humeantes y rodeados de nieve en la cercanía de establos; escucho el sonido de goznes y, en la hora de la siesta, sábanas crujientes envolviendo cuerpos (yo mismo puedo ser uno de esos cuerpos). Huelo sustancias suspendidas en la atmósfera de una habitación en la que alguien acaba de morir. Veo el halo amarillo de lámparas sobre mesillas de noche altas y torneadas y la caída de gotas negras sobre vasos mediados de agua (cada gota va a hacer que el agua se estremezca). Me llega un susurro que se produce en la zona de sombra. Es mi madre que cuenta las gotas despacio. Los nombres de los números no se oyen realmente; apenas serán otra cosa que un movimiento de labios.

Vienen las dentelladas invisibles de la carcoma y el estallido de celdas en el interior de la madera; el olor de la leche hirviendo y el silbido que produce al derramarse sobre las placas calientes (bajo el hierro hay carbones encendidos), seguido de un sobresalto de mujeres y lamentos.

La chapa encimera y las piezas atornilladas al frontal de la cocina económica brillan (las frotaban con piedra pómez puesta en manojos de esparto) sobre el hierro aceitado. Recuerdo mi rostro perdiéndose en la profundidad roja de los calderines (el latón lo limpiaban con paños empapados en vinagre) y el minúsculo pomo macizo con una vena de cardenillo.

[...]

Hay un día de mi niñez que vuelve (puedo estar dormido o no) y pone un temblor en mi vientre. Avanzo dentro de una profundidad vegetal que se dora en la tarde. Veo la luz y el lugar que ocupan los cuerpos; también puedo dar cuenta de sonidos y movimientos, pero otros detalles se desvanecen en la claridad.

Dejo a mi espalda un polígono de sombra y una murmuración en la que las palabras se suceden incomprensibles y lastimeras (en latín, supe mas tarde). Son las señoras temibles: la gran vieja, derribada en su inmensidad grasienta, y la hija, estática y furiosa bajo un habito cárdeno, bella en sus ojos que retienen una mirada brillante y espesa como una sustancia. Vigila desde la profundidad de una mecedora, con las manos envueltas en crucifijos y pulseras. De pie y en torno a las señoras, con los rostros cuajados en la indiferencia y las manos cruzadas sobre los delantales, están las criadas. Rezan todas bajo el emparrado. Arriba, detrás de una ventana abierta y retraída sobre el tejaroz, el comandante, malamente vestido con ropas civiles, lía picadura en una esterilla y blasfema con voz rajada por el alcohol y la siesta.

Es la ociosidad del verano. Huyo sin saber de qué y la murmuración parece acrecentarse detrás de mí.

Me pierdo en los frutales extendidos sobre La Vega, una finca entre el Bernesga y los terrenos de matorral que se levantan hacia el oeste. En algún momento, se revuelve la gusanera en mi vientre, tengo miedo y miro a mi alrededor de una manera imposible: como si mi conciencia y mis ojos estuviesen fuera de mi cuerpo.

Me rodea la verticalidad de los árboles y también yo rodeo su contorno al mirarlos. Las hojas tiemblan y el temblor no modifica el silencio. Pasa tiempo y alcanzo a oír una suavidad ronca (quizá un enjambre). Ya no siento el miedo en mi vientre. Después, apoyo la sien en el tronco de un árbol.

Me saca de la soledad una de las sirvientas. Es siempre la misma y no tiene rostro. Luego, tengo la merienda en mis manos (pan con membrillo); la estoy comiendo en la cocina del casero, sobre la mesa húmeda y veteada por la sosa cáustica.

[...]

Sentados en el suelo, callábamos esperando la voz de la gramola traída por los hombres recién llegados del campo de concentración. La habitación olía a yute y a linaza y había una sola lámpara, apenas incandescente, sobre el viejo arrodillado ante la caja negra. Pesaba ya el silencio cuando la máquina empezó a cantar.

Terminaron las canciones y permaneció el susurro de la placa giratoria (apenas un sonido de uñas arrastrándose sobre el fieltro); la rotación fue haciéndose mas lenta y yo sentía en mi cuerpo la lentitud. Cuando la maquina se inmovilizó, vi por primera vez los rostros suspendidos en la atmósfera amarillenta.

[...]

He vuelto a ver la taja.

Durante más de veinte años, las manos de mi madre recorrieron la madera moldurada en curvas, sobre la que actuaban el jabón de venas verdes, la grasa de animales enfermos y paños pesados de humedad. Las insensatas manos desgastaron las molduras transversales, levantaron químicamente azules difusos, blancuras calcáreas y pequeñas dunas descendentes. Ahora, la taja es un objeto incomprensible, creado por movimientos de una exactitud también incomprensible.

La taja apareció ligada a un gesto duro y silencioso de mi madre. Eran los años de convivencia en la casa del Crucero. El marido de mi madrina, don Ángel, el repartidor principal, exigió más dinero en la mensualidad de nuestro alojamiento. Mi madre (lo supe quince o veinte años después) dijo no y se dispuso a dejar la casa.

Nuestros muebles eran una mesa de cocina con la piedra de mármol rajada, la cama oscura y torneada, el armario de limoncillo, una cuna grande, en la que pronto hube de dormir encogido, y otro armario, pequeño y con persiana, única pieza del despacho de mi padre que conservábamos. No teníamos sillas ni cazuelas, pero mi madre empezó a preparar su independencia comprando la taja.

Finalmente nos quedamos, y mi madre comenzó a usar la taja. Sólo ella. Cuando la traía a la cocina y la colocaba sobre el fregadero, mi madrina salía y se quedaba mucho tiempo en las habitaciones alejadas.

[...]

Sus manos eran grandes. Las ponía en mi frente queriendo medir una fiebre que probablemente no existía, y yo me acostumbré a sentir reunidos el olor a lejía y la ternura. Pero las manos fueron grandes únicamente en años lejanos; no lo fueron cuando descansaron frías sobre la manta roja que le envolvía las piernas. Las venas, gruesas en otro tiempo, se habían sumido en una blancura hasta entonces inexistente.

También era difícil reconocer sus ojos, que habían sido ágiles aunque pareciesen siempre cristalizados en el cansancio. Recuerdo que lloraba sin lágrimas. Se hicieron más grandes (se había dilatado su iris o se habían retirado sus párpados) y no había en ellos oscuridad ni señales de pensamiento; tras la córnea, inexplicablemente azul (o carente de color, no lo sé bien), permanecía una mirada interrogante y quieta.

Había desaparecido la precisión de la pupila pero no la mirada. La transformación de sus manos y sus ojos duró cinco años; quizá más. Murió suavemente, dejando caer con cuidado la cabeza sobre la clavícula izquierda. Estábamos en la galería y el sol aparecía ya sobre el frontón blanco de las casas vecinas. Yo estaba dándole de comer.

[…]

La llave se ajustó al mecanismo oculto tras el escudo de latón que, simétrico, se repite inútilmente sobre la otra hoja del armario. Al girarla, de las desconocidas uñas y ruedecillas se desprendió un chasquido metálico que pertenecía a otro tiempo.

La percepción se dilataba en un saber confuso, como si se hubiese coagulado mi pensamiento. Algo, que no proporcionaba sufrimiento ni placer, se deslizaba dentro y fuera de mí. El crujido podría ser una más en la serie de marcas triviales que ayudan a medir el tiempo, pero estas marcas, si están intervenidas por la muerte, se interpretan con dificultad.

Quieto ante el armario, entre en una suavidad semejante a la que acompaña a los movimientos en los sueños; no tenia necesidad de distinguir entre lo posible y lo imposible y no hubo en mí sobresalto al percibir el chasquido, que se producía únicamente cuando mi madre hacía girar la llave.

Pensé fugazmente en ella: estática en la humedad, dentro de una atmósfera corporal tomada por un olor ácido que era inseparable del silencio: el olvido descendía al esfínter al mismo tiempo que sus ojos se recogían en la quietud.

No tuve una conciencia completa de la situación, entorpecido por la dificultad de percibir correctamente el ahora y el antes.

Una de las puertas del armario es sólo el marco de un espejo grande en el que habrán entrado rostros que desconozco. En uno de los biseles (anchos, antes los hacían con piedras giratorias), busqué una ráfaga de puntos rojos, quizá negros, un poco de lepra que atraviesa el azogue, pero no logré encontrarlos. Es sólo una escoriación menuda, descubierta una tarde que, extraviado en el aburrimiento de alguna de mis enfermedades (parece como si todas ellas fuesen la misma, interminable), me asomé al espejo.

Recuerdo, en modo separado, una, una solamente, de aquellas enfermedades. Mi madre había envuelto la bombilla en una sarga roja. Fue en el dormitorio de la casa del Crucero, con los cuarterones entornados para aliviar el calor. Escuchaba el motor y la voz de mi madre en una falsa lejanía creada por la fiebre. Ella cantaba con el cuerpo inclinado sobre la máquina Singer. La canción entraba en el bramido eléctrico y atraía el pasado a la galería, en la que únicamente había sombra bajo las hojas azules de las begonias.

Me había bajado de la cama y, con los pies descalzos, me acerqué al armario. Lo hacía muchas veces. Me ataviaba con un velo que ocultaba mis cabellos y dejaba pasar el tiempo mirando mis facciones enmarcadas. Lo hacía para buscar la que me parecía una delicada belleza; me mentía; me dejaba estar en la visión de alguien que, inexistente y femenino, sonreía con mi rostro.

En una de estas ocasiones vi los puntos negros en el bisel. Sesenta años después, en el mismo espejo, reapareció mi rostro, ceniciento y más grande de lo que es realmente. Abrí la boca y, en la profundidad del mercurio, se formo una cavidad oscura alrededor de mi lengua. Contrariamente, los cabellos fueron causa de una claridad desordenada y sucia que nada tenía que ver con la luz. Veía un viejo irreal en el interior de la lámina y admití confusamente que el viejo era yo. Después, un solo instante, la profundidad visual se hizo alucinatoria: busqué insensatamente la mirada del niño que hacía teatro con su propia belleza.

Nada era claramente cierto. He vivido siempre cerca de este armario, que nunca se abría del todo. Durante años, he pensado (sin convicción) que el contenido que permanecía envuelto en las sombras no podía ser conocido.

Abrí las dos puertas. La oscuridad interior convertía en grisalla la penumbra de la alcoba. Entonces ocurrió algo que se me impuso en su realidad física. No pensé nada; simplemente, sentí el olor de mi madre.

No era el olor antiguo de la lejía en sus manos ni el más próximo de los orines y las llagas hirvientes, sino otro lejano y suyo muchos años: exudación limpia, restos de colonia de hierbas y de jabón cuajado en glicerina. Estas sustancias estaban incorporadas a ropas sostenidas por perchas en la oscuridad. Advertía también el perfume grasiento de la madera interior, pero sólo como una segunda atmósfera que sostenía el olor de mi madre viva.

Hundí la cabeza en las sombras y, braceando, empecé a descolgar ropa. Distinguía tejidos invernales y pesados, otros ligeros y cálidos y algunos delgados y crujientes. El cresatén se deslizaba, frío, entre mis manos...


Este texto, publicado con el permiso de su autor, salió por vez primera en la revista Espacio / Espaço Escrito, Revista de Literatura en dos lenguas, n.º 23-24, Homenaje a Antonio Gamoneda y a António Ramos Rosa, Badajoz, 2004, pp. 7-14.


 

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