Hay sequía en la luz y la ceniza llora como mi madre. Sin lágrimas. Ha de llover. Ha de llover hasta que se levanten los maíces sagrados y sea posible la celebración de la muerte. Ha de llover. ¿Por qué no? ¿Por qué no ha de llover en la tiniebla intestinal y en las hirvientes médulas? Ha de llover en los adolescentes frenéticos y en los adoradores nocturnos y en los ancianos extraviados en la música. Ha de llover en el pensamiento y en la felicidad ensangrentada. Ha de llover sobre esta piedra enferma donde, en la noche, cunde un resplandor procedente de astros inservibles. Ha de llover, ha de caer la lluvia con dulzura sobre los suicidas del amanecer. Ha de llover en la superficie cristianizada por la industria. Tiene que llover bajo las catenarias, en Vega Magaz, hasta que aúllen las alondras y los ferroviarios se desnuden y detengan la máquina que llora. Ha de llover en la extremaunción sacramentalmente perversa. Tiene que llover en el interior del hierro y en la furia blanca de cien mil niños larvados por la trisomía veintiuno y sobre la furia roja de cien mil niños palestinos. Tiene que llover. Tiene que llover con ternura sobre las secretarias parturientas. Ha de llover sobre los jueces y los asesinos, sobre los comandantes y las monjas. Ha de llover en los prostíbulos y en los ministerios invisibles y en las fístulas negras y sobre las serpientes melancólicas. Y las serpientes han de silbar tristemente todas las melodías olvidadas. Son reconocibles por su olor a sombra y a sustancia inguinal. Dichas serpientes silbarán en las cajas de ahorro y en los urinarios y en las tumbas. Sí, ha de llover. Hoy es martes especialmente. Hoy resucitan los fusilados de Villamañán. Ha de llover en las letrinas notariales hasta que aparezcan los títulos de la propiedad mortal y de la tristeza hipotecaria y cien cartas de amor de Francisco Franco. Ha de llover dulcemente sobre las niñas que abortan en octubre. Ha de llover en la agonía de Jorge Pedrero y sobre los visitantes lívidos. Ha de llover en mis venas y en mi desaparición. Causa analógica: se sabe que los agonizantes son felices rodeados de llanto. Ha de llover con crueldad católica sobre los huesos de Felipe Segundo y de los Caídos por Dios y por España. Agua para los prostáticos y su dolor universal. Agua también para los sifilíticos y los curas. Agua para los Borbones y para los mendigos y las mujeres rojas que gritaban los gritos amarillos de mil novecientos treinta y seis. Ha de llover. Ha de llover en los pantanos rebosantes (se dice) de fascismo y de tristeza imperial. Se han encontrado poderosas razones ecuménicas para que llueva en los pantanos. Es físicamente necesario a causa de la prosperidad del incesto y de los cuchillos olvidados en las iglesias. Ha de llover. Ha de llover, sí, pero no han de olvidarse los manantiales del dolor ni las acequias secretas de los monasterios ni la humedad de las sociedades anónimas. Ha de llover jamás y siempre. Con desesperación agraria. Ha de llover hasta que enloquezcan los metales y el sílice y las inmensas madres del Barrio de la Sal. Ha de llover ya. ¿Está lloviendo? Sí, está lloviendo. Las madres son blancas y locas. Vienen al penal de San Marcos y a los laboratorios de la tortura. Ya están aquí las madres. Traen fuego de amor las madres. Ya la costumbre mortal y la memoria arden. Ya están ardiendo para siempre con esperanza roja, con amor, maternalmente, los juicios sumarísimos. Ha de llover
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